domingo, 31 de octubre de 2010

Y un chichón

Han llamado a la puerta. Era mi vecina de rellano, una señora mayor que iba en bata a mediodía. Llevaba unas gafas de montura rosa y gruesa muy modernas, y estaba preocupada. Se me han pasado por la cabeza frases como: “Haces demasiado ruido por las noches, quiénes son esos chicos que se van de madrugada, huele a muerto en la escalera, huele a perro, huele a gas, tienes que conseguir que cambien el recorrido del Papa”. Recuerdo que soy una buena chica, una persona discreta.

La buena mujer me ha dicho: “Necesito ayuda. ¿Puedes llamar a tu marido?”. Tan buena chica soy y tan discreta, que sin duda estoy casada. O vamos a dejarlo en que ya tengo una edad. Una vecina en bata sólo puede concebir que haya pasado por el evangelio del matrimonio. 

El viernes pasado salí con mi amiga La Loca. Llevamos a cabo un sistema de ligue que, según un conocido que nos cruzamos en un bar, iba a resultar infalible. Nos dirigíamos a los chicos y les proponíamos un trío. Ellos se mostraban interesados y aquí se acababa el plan urdido por nuestro conocido. Entonces íbamos un poco más allá. Mi amiga La Loca aclaraba: “A Mel se le ha ocurrido que es una buena estrategia invitaros a un trío. Luego, cuando os metáis en el taxi, la menos interesada de las dos saldrá del coche y ya no tendréis escapatoria”. Para rematar, yo añadía: “¿Queréis tener hijos?”. Evidentemente, no nos comimos un rosco, pero nos divertimos bastante.

Mi amiga La Loca intentó entrarle a un chico más o menos interesante que, uh-uh, ya la conocía. Se acordaba de ella por una noche etílica que ella había olvidado y en la que sólo tenía palabras para otro hombre, por cierto ausente (es decir, que sólo hablaba de ese otro hombre). El tipo todavía se acordaba de eso y le soltó un: “Me alegro de verte, aunque ya no estemos de tan buen ver como entonces”. Mi amiga La Loca tuvo que ir corriendo al baño y mirarse en el espejo para cerciorarse de que sigue siendo guapísima. Y ya que estábamos, se lo preguntamos a unos chicos que andaban por ahí. “Creéis que estamos acabadas?”. Contestaron que sí. Circunstancia que no les echó atrás a la hora de aceptar un posible trío que no teníamos intención de realizar.

En fin, que estoy acabada, tendría que estar casada, soy una buena chica discreta y mi vecina de la bata necesita ayuda: “De qué se trata?”. Me dice que su marido se ha caído y que no tiene fuerzas para levantarlo. Le contesto que yo lo intentaré y me mira con sincera incredulidad. Cojo las llaves, cierro la puerta y entro en su casa, que estructuralmente es idéntica a mi piso, pero no se parece en nada. El pasillo es mucho más oscuro y elegante. Han puesto parquet en el suelo, conservan las cristaleras de colores en las puertas y tienen flores frescas en un jarrón sobre la mesa.

La mujer me guía hasta una habitación acogedora con dos camas individuales, hechas con una perfección marcial. Su marido, vestido con una camiseta imperio y en calzoncillos, está sentado ridículamente entre las dos camas, como si se hubiera quedado encajado. Ha intentado levantarse del suelo apoyándose en ellas, sin éxito. Me dedica una mirada apurada y patética. Siento que voy a llorar.

Le pregunto si se encuentra bien y me dice que sí, que le ha salido un bulto en la cabeza por culpa del golpe. Le digo que es un chichón y él y su mujer se ríen. Es verdad, un chichón, responde él como si hubiera olvidado esa palabra. Su mujer le agarra del brazo derecho, yo del izquierdo y ella me recuerda que a él no le responden las piernas. Venga, a la de tres. Pienso que va a ser difícil, pero no. El cuerpo de ese señor es liviano y alzarlo resulta sencillo, casi como coger a un niño. 

Al levantarle creo adivinar bajo sus calzoncillos algo parecido a una erección, podría ser una arruga de la tela, aunque no lo sé porque aparto la mirada inmediatamente. Lo sentamos en una de las camas y me fijo mejor en él. Es guapo. Ella también lo es. Él es delgado, tiene los rasgos muy finos, los ojos grandes, pero podría ser del susto.

Ella me cuenta que él se había duchado y que al ir a vestirse, pam, se ha caído. Les digo que será una bajada de tensión y me ofrezco a llamar a alguien. Ella se sentiría más segura, por lo del golpe en la cabeza y eso. Él contesta que no hace falta, claro. Estaba segura de que diría que no. Se acaricia el chichón y su mujer le pasa una mano por debajo de la camiseta, “estás todo sudado”. Son encantadores y no sé nada de ellos. Ellos tampoco saben nada de mí.

Me pregunto cuánto tiempo habrán pasado decidiendo si iban a buscar a un vecino para que los ayudara. El apuro de estar en ropa interior y lo que es peor, la angustia que comporta demostrar que a uno ya le fallan las piernas y que no se vale por sí mismo. La vergüenza también, por qué no, y cierto recelo, quién es esta chica nueva que vive en el piso de al lado. También me pregunto cuánto tiempo llevan casados, cuántas veces habrán cambiado el modo de mirarse el uno al otro, cuántas veces se habrán reconocido.

Les digo que pasaré el día en casa, que si necesitan cualquier cosa, aquí estoy. Sólo nos separa un rellano. Estoy casi segura de haber visto una mano a través de la rendija de la puerta de una de las habitaciones.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Otra fantástica historia real con mi amiga La Loca

Hemos quedado en el Café de la Virreina. Mi amiga La Loca tenía frío, así que nos hemos sentado en la sala interior, donde las mesas están muy apretadas, y hemos comido aceitunas y bocadillos. Ella bebía Trina, yo cerveza, hablábamos de la bajeza moral de algunos tipos o ni siquiera: del modo en el que se arrastran cuando, por algún motivo que sólo les concierne a ellos, sin venir a cuento confiesan que te traicionaron y reclaman tu perdón. “Oye, bonito, yo ya te había olvidado, no eres tan importante en mi vida”, les contestarías. “Vale, pero perdóname, tienes que perdonarme, soy un miserable, tengo ganas de pegarme con alguien, soy un mierda”, responden.

También hablábamos de Bret Easton Ellis, de Jonathan Franzen y Boris Vian cuando, de repente, mi Amiga La Loca ha visto un ejemplar de El talento de los demás en la mesa que yo tenía detrás. Nos ha hecho gracia porque conocemos a Alberto Olmos, que ahora ostenta el título de grantaboy. El libro era de la biblioteca, estaba forrado con plástico barato. Y al girarme con ese gesto mecánico que sólo sirve para comprobar algo con tus propios ojos, me ha parecido que en esa mesa, a tres centímetros escasos de distancia, estaban hablando de mí.

Al volver a mi posición original, he visto que mi amiga La Loca tenía los ojos como platos. Vale, entonces no es que fueran imaginaciones mías. La chica que tenía a mis espaldas, cuyo hombro rozaba el mío, estaba diciendo: “La conocí en Sant Jordi, yo quería conocer a Vila-Matas, entonces me la presentaron a ella y me pareció... bueno, decía cosas como que no le gustaba firmar libros, que era un palo y todo eso”. El chico también ha pronunciado mi nombre, de modo que no había ninguna duda. Y ella: “Le di dos besos y todo, intenté hablar con ella, pero ella estaba como... bueno, como si no me viera. Es soberbia, un poco altiva, no sé, muy sobrada, bastante borde, la verdad”. Así se han pasado un buen rato, sin sospechar siquiera que yo estaba ahí. 

Mi amiga La Loca y yo no podíamos creerlo. La hijaputa que tenía detrás me estaba poniendo a parir y lo estábamos oyendo todo. Hemos explotado a la vez. Nos ha dado un ataque de risa, no podíamos parar. El chico nos ha mirado con mucha curiosidad, el pobre no entendía nada. Y entonces he vuelto a girarme para que la chica me viera la cara. Casi se muere. Dios, todo el mundo tendría que ver esa expresión en el rostro de alguien por lo menos una vez en la vida. “No te preocupes, me suele pasar; nunca caigo bien a la primera, pero con el tiempo soy encantadora”, le he dicho con la más dentada de mis sonrisas. Ella se ha quedado sin saber qué decir.

La Chica: Vaya, menuda metedura de pata, pero ahora no puedo... o sea, si dijera que me arrepiento... de hecho, no me arrepiento, es lo que sentí entonces. Eres muy fría.
Mi amiga La Loca: Qué va, ¿no ves que es muy amable? ¿Os conocisteis en Sant Jordi porque eres escritora?
La Chica: Sí. Bueno, no. He escrito un libro.
Yo: Espera, que necesito fumar un cigarro, comprenderás que esté nerviosa.
Mi amiga La Loca: No doy crédito. Es como estar viviendo una de las típicas historia que Mel cuenta en sus novelas. Supongo que eres consciente de que vas a salir en la próxima, ¿no?
La Chica: Si pudiera hacer algo... es que...
Yo: Que no pasa nada, en serio, ha sido muy divertido. Un momentazo en toda regla, insuperable. Por cierto, leí tu libro y me gustó.
La Chica: Ah, yo no he leído el tuyo, lo siento.
Yo: Pero ahora que lo pienso, también coincidimos en aquel programa de televisión. Y sí que fui a hablar contigo, ¿por qué dices que pasé de ti? Estaba enfermísima ese día.
La Chica: No.
Mi amiga La Loca: Sí. Estaba fatal, pobrecita.

Entonces el Chico, que había permanecido callado sin saber donde meterse, va y suelta: “Hola, yo soy un gran amigo de la Mujer de Tecla Negra, ¿qué tal?”. Cágate. ¿Quién da más?

“Joder, ahora mismo debo ser la persona más odiada de todo el puto bar”. Y a La Chica: “Si para ti soy mala, para él, mil veces peor”.

Yo: Bueno, y cómo está la Mujer de Tecla Negra?
El Chico: Ex Mujer.
La Chica: Oye, esto es muy pequeño, no?
Yo: Pronto entenderás que es un puto pueblo.
El Chico: ¿Cómo se llamaba tu blog?
Yo: ¿Qué blog?
El Chico: El de la melancolía o algo así; me lo pasó la Ex Mujer de Tecla Negra.
Mi amiga La Loca: Entonces este tío, ¿sabe quién soy?
Yo: ¿Cómo?! Yo no tengo ningún blog!
El Chico: Sí, algo de una valla melancólica.
Yo: No sé de qué me hablas.

Consciente del grave peligro que estábamos corriendo, mi amiga La Loca se ha apresurado a pagar las aceitunas rellenas, el Trina, las cervezas y los bocadillos. Nos hemos despedido amablemente y nos hemos ido.

Mi amiga La Loca estaba indignada, "¿por qué alguien que no te conoce tiene que decir esas cosas de ti? Es deprimente, miserable y patético; además es mentira, tú no eres así, esto no me ha gustado nada". Bueno, son cotilleos, el cuento más antiguo del mundo. Todos nos inventamos la vida de los demás, los convertimos en personajes más o menos acordes a nuestros intereses. La situación es lo que cuenta. "Va, no te cabrees, ha sido divertido, quédate con la anécdota".

Desde que cerré por melalcoholía, ésta es la primera vez que no me he sacado ni una coma de la manga. Nada de lo que apunto en este post es ficción. Nada en absoluto. Pero qué más da, viviré como si lo fuera.

domingo, 24 de octubre de 2010

Déjame entrar

La Victoire, René Magritte

Atención: este post contiene spoiler. Pero no va sobre la película.


Hoy he quemado la cafetera. Me disponía a escribir una carta, he oído un golpe en la cocina, he ido a ver, y ahí estaba el mango en llamas. La casa apesta.

Entonces he cambiado la historia de la carta que me disponía a escribir. Intentaba hacer un símil con las llaves del piso. La semana pasada fui a un sitio de esos donde reparan bolsos y zapatos, venden pilas gordas de las antiguas que ya no tienen utilidad alguna, e hice una copia de las llaves del piso. No son para nadie, sólo por si acaso. Volví a casa y las probé: la del portal iba bien, correcto, la de arriba también funcionaba, perfecto. Pero la más importante, la de la puerta, no giraba. Mierda. 

Di media vuelta y regresé por las calles del Eixample hasta la pequeña tienda. La mujer estaba revisando género nuevo, unos llaveros muy resultones en los que puedes grabar tu nombre, tu año de promoción o, por qué no, la dirección de tu casa para que los chorizos no se pierdan.

Ésta no va, dije. El hombre miró la llave extrañado, volvió a meterla en el cacharro chirriante, ajustó la máquina, hizo unos cuantos etcéteras incomprensibles (yo tenía una resaca de escándalo) y me dijo que es que había un saliente que ya había corregido. De acuerdo, gracias. Volví por las calles del Eixample hasta donde vivo, subí en ascensor, metí la llave en la cerradura. Y nada. Joder.

Bajé en ascensor hasta la calle, intenté cambiar de itinerario, entré de nuevo en la pequeña tienda, la mujer reparaba el soportamóviles de cuero que una señora llevaba en su silla de ruedas, el hombre me dijo: vaya, ¿no tienes la llave original? Me encogí de hombros. A veces, a fuerza de hacer copias de las copias, al final se pierde el modelo, me explicó. ¿Y entonces?, pregunté yo. Entonces nada, necesito la original.

Lo intentó de todos modos, pero yo ya sabía que aquella copia tampoco valdría. Efectivamente, no giró. Pensé en las casas de alquiler, en la cantidad de llaves que tendrá cada una de estas casas, la cantidad de copias de una copia. Pero, sobre todo, sentada en el sofá con aire derrotado, estuve un buen rato observando aquella llave, tan inútil como las pilas de las gordas que no sirven para nada. Una llave que, por culpa de estar mal tallada, no abría nada.

El símil no es sexual. Bueno, supongo que también es sexual. No es editorial, aunque una mala copia te cierra muchas puertas. Era más bien -vamos a ver- ¿existencial? Menuda gilipollez. Literario, literal, qué más da. La cuestión es que últimamente me siento un poco así, creyendo que tengo la clave. Pero algo ha pasado, algo imperceptible, que me impide llegar allí donde quisiera. Por mucho que revise esa llave y lime sus asperezas, por mucho que quiera entender qué parte está mal hecha, qué diferencias tiene con la que giraría, no hay manera. Y es desesperante quedarse fuera.

No es que no encaje. Es que no abre.

Al final, en la carta, no he contado nada de todo esto. He descrito la noche extraña de ayer, rodeada de víctimas de la epidemia de las separaciones, años sabáticos por doquier, poco sexo y mucha cerveza (los demás, gintónic), hasta que acabé con un montón de desconocidos en el comedor de una mujer llamada “La más guapa de la Historia”, donde un tipo leía en voz alta fragmentos de un libro titulado “El horóscopo del amor”.

Antes, en el Heliogábal, un chico me había asaltado en la barra: "Mel, ¿eres Mel? ¿Mel Alcohólica? Joder, eres la persona mítica que más me gustaría conocer!". Pues ya ves, no soy mítica, soy normal, respondí. Encantada. De lo que se deduce que soy persona.

Volví a pie pasadas las cinco, con una luna tremenda encima de mi cabeza, recordando sueños hermosos que me habían contado otros. Y luego he soñado que me declaraba a Ángel Martín (imagino que trasunto de otra persona) y que él me enseñaba su alianza para pararme los pies. Nos hacíamos amigos y me resultaba raro pasarle un brazo sobre los hombros mientras él me pasaba el suyo por la espalda.

Algo permanece cerrado para mí y, aunque la que tengo se parece mucho a la que vale, carezco de la llave para entrar. La he dejado junto a la de la caja fuerte, cuya combinación todavía no he descubierto.

domingo, 17 de octubre de 2010

Lo que no está escrito

Los sobres de sus cartas eran negros. Y la emoción que sentía al verlos en el buzón de la casa de mis padres sólo es comparable a la de los e-mails que recibiría años más tarde por parte de otro hombre que, como él, sabía que una palabra suya bastaría para salvarme.

Entonces yo tenía quince años, él veinte. También me escribía con otro amigo de mi edad con quien había vuelto del colegio diariamente los últimos años de mi infancia. Los tres vivíamos en el mismo barrio, nos separaban apenas seis calles. Y acudíamos solemnes al mismo buzón de la plaza París junto al que solía quedar con mi única amiga fémina que, valga el tópico, llegaba siempre tarde. Con ella aprendí a esperar.

Con él aprendí todo lo demás. Aprendí a enamorarme y a enamorar mediante la palabra (él era mi catequista, podría decirse que la suya era palabra de dios).

Recuerdo leer sus cartas una, dos, siete veces antes de comer. Otras treinta después. Recuerdo buscarle entre líneas, ruborizarme con aquellas declaraciones tan directas como pueda serlo un bolígrafo desesperado sobre el papel durante una sesión interminable de estudio en la biblioteca de la Riera o la Misericordia. Recuerdo contestar con una sinceridad brutal, impropia de la chica hermética que era en aquella época. “Hay dos Mel”, me contestó en una ocasión, “la que escribe y siente, que es la que lo da todo... y la otra”.

“La otra” era incapaz de decir “t'estim”, aunque lo hubiera escrito con dedos temblorosos en la mayoría de las cartas. “La otra” rompía a llorar cada vez que él deslizaba una mano dentro de sus pantalones e intentaba acariciarle el culo. “La otra” se sentía culpable al ponerse cachonda, especialmente aquella noche que yacían tumbados sobre la alfombra sin camiseta, las luces apagadas, y él recorrió con los dedos sus costillas y se le ocurrió besar sus pechos. Entonces “la otra” tuvo que salir corriendo, totalmente bloqueada y cortó con él tres o cuatro veces, porque era demasiado pequeña para un sentimiento tan grande, o algo así.

Me grababa cintas de Led Zeppelin, Deep Purple, Eric Clapton, Silvio Rodríguez, claro. Una tarde de domingo estaba escuchando una de Simon & Garfunkel y haciendo los deberes, cuando llamó a la puerta. Él sabía que mis padres estarían en misa y yo bajé al portal sorprendida porque normalmente era difícil que pudiéramos quedar. Nos veíamos un rato los jueves después de catequesis y otro los sábados. Los fines de semana él trabajaba de barman en un bareto llamado Clan y a mí sólo me dejaban salir un par de veces al mes y nunca hasta más tarde de las dos.

Era otoño, serían las ocho. La luz amarilla de las farolas iluminaba la calle por la que pasaba un coche solitario y aplastaba las hojas de los plataneros, que se arremolinaban junto a la acera. Al verlo inquieto con las manos en los bolsillos, subiendo y bajándose repetidamente del único escalón que hay en la puerta, lo entendí todo. No se había lavado el pelo y tenía el rostro desencajado. Oralmente se expresaba peor que por escrito. Bueno, en aquella ocasión lo hizo a propósito. Anoche saliste con una amiga, bien. Y una cosa llevó a la otra. De acuerdo. Y os emborrachasteis. Y claro, tienes veinte años y yo sólo tengo quince y nuestras necesidades son distintas. 

Se puso a llorar, dijo que quería abrazarme, pero que se daba asco a sí mismo. Le abracé. Le pregunté si quería que lo dejáramos. Respondió que no, que quería morirse, que me quería tanto que no sabía cómo había sido capaz, que esa tía ni siquiera le gustaba, que hacía tiempo que le acosaba y que le perdonara, que si era necesario, que lo que fuera. “No hay nada que perdonar”, respondí yo con una gran sonrisa y un beso en la mejilla. Y volvimos a abrazarnos muy fuerte, hasta que nos crujieron los huesos.

Cuando intentaba acariciarme el culo me sentía culpable, sí. Pero por no saber dejarme llevar.

Lo que se truncó aquella tarde no fue entre nosotros. Fue entre la humanidad y yo, a quien me había costado tanto perdonar (¿a mí o a la humanidad?). Me tumbé en la cama, escuchando una y mil veces The Sound of Silence con las luces apagadas, sin acabar de creérmelo. Tantas cartas, tantas imágenes perfectas en el interior de aquellos sobres que deseaba encontrar en mi buzón al volver del instituto (y aquella desazón cuando el buzón estaba vacío), tantos momentos que habíamos compartido abrazados sin decirnos nada porque es cierto que, más allá de aquellas cartas, yo era incapaz de expresar lo que sentía. Y me temo que sigo siéndolo.

Continuamos saliendo tres años más. Continué cortando con él de vez en cuando, angustiada por algo que nunca supe describir ni afrontar. Recibí su última carta al poco de instalarme en Barcelona, también algunas postales que me envió un mes más tarde desde distintos lugares de Europa que visitó en un Interrail con la mujer por la que me sustituyó, con la que acabaría casándose y supongo que con quien tiene hijos. Han pasado quince años.

Los mismos que tenía yo cuando descubrí que ni siquiera la palabra escrita es garantía de pureza.

Y sin embargo, sigo escribiendo. Sigo sintiendo lo que leo. Sigo emocionándome. Y te creo.

martes, 12 de octubre de 2010

Polaroid






Me acuerdo de aquel practicante que tuvimos en EGB. Estaba loca por él, pero entonces no podía saberlo, era la primera vez que me pasaba algo así. No entendía por qué anhelaba su presencia, que me incomodaba tanto al mismo tiempo. Él me llamaba por otro nombre para provocarme y para que le corrigiera. Y yo quería ir al colegio sólo para verle, aunque me sentía culpable porque intuía que eso no estaba bien. Tenía once años y ganas de sentarme en sus rodillas y que me peinara. Un día, en clase, me preguntó la lección. Sabía la respuesta, claro que la sabía, pero fui incapaz de articular palabra. Mis ojos ardían tanto como mis mejillas. Él no insistió y yo entendí que había perdido el interés. Aquella noche enfermé. Cuando volví al colegio, ya había acabado sus prácticas.

Me acuerdo del día que, en aquel atasco de camino a Palma, le pregunté: “¿Qué haces?”. Él movía los índices rítmicamente unos centímetros por encima del volante. Respondió: “Estoy orquestando una puesta de sol”.

Me acuerdo de todos y de cada uno de los cabrones que me gustaban y se hacían amigos míos para acceder a mis amigas, que siempre eran mucho más guapas y más interesantes y más fantásticas que yo. Y luego, encima, me tocaba hacer de confidente con el corazón gangrenado.

Me acuerdo de que paró el coche en medio de la carretera, estábamos en la Serra de Tramuntana, y bajó un momento, corrió hasta el bosque. Cuando volvió, me dijo: “Te quiero...” y me puso un pedazo de musgo sobre las rodillas. Te quiero musgo, repitió. Pero yo ya lo había entendido.

Me acuerdo de aquel hemofílico que cortó conmigo porque, dijo, no estaba enamorado de mí. “Yo tampoco lo estoy de ti”, contesté. “Ésta es la gran diferencia entre nosotros”, replicó, “soy incapaz de estar con alguien a quien no amo”.

Me acuerdo de aquella canción que sonó tres, cuatro, cinco veces seguidas. Era The year of the cat, de Al Stewart. Entonces él quitó la cinta sin dejar de conducir y la lanzó por la ventanilla. Me acuerdo de la madrugada que, agarrándome del cuello, me golpeó varias veces contra el reposacabezas del asiento del coche, fuera de sí.

Me acuerdo de que dijiste: mira qué cielo, y yo agaché la cabeza para verlo a través del parabrisas, y el semáforo estaba en rojo y tú buscaste a tientas tu bolsa en el asiento de atrás, y te dije: no vas a llegar, y tú repetiste: no llego, ¿verdad? Y no sólo sacaste la Polaroid de la bolsa, sino que además tenías que sacar el papel del paquete todavía sin abrir. El semáforo de los peatones empezó a parpadear, y tú mordiste el plástico del envoltorio e introdujiste rápidamente el papel en la cámara, y enfocaste aquella nube que parecía un volcán, y se puso verde para los coches, pero nadie pitó aunque fuera hora punta, y tú disparaste a tiempo y resolviste: de aquí no saldrá nada, el flash ha rebotado en el cristal.

Me acuerdo de que, mientras esperaba a que la imagen fuera apareciendo en el papel y sonaba una de Bob Dylan -tú ya habías arrancado y girabas en aquella dirección-, el mundo se vino abajo porque por primera vez sentí que podría enamorarme de ti. Entonces preguntaste si I remember, de Joe Brainard, era mejor que Je me souviens, de Georges Perec, y yo te contesté que mucho mejor. Creo que lo justifiqué con un: “es más bestia”. Quisiste saber a qué me refería, de qué se acordaba Brainard. Pero yo estaba acordándome de otras cosas que me daban miedo y me quedé en blanco, me ardieron los ojos y la cara y no supe qué decir.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Ansiedad

David Hockney, Shirley Goldfarb & Gregory Masurovsky, 1974. Acrylic on canvas | The Doris and Donald Fisher Collection at the San Francisco Museum of Modern Art


“Soy demasiado inteligente para ser feliz, pero no soy todo lo inteligente que quisiera. Por eso hago malabares con imposturas: voy de culta, ingeniosa y despreocupada, todos comentan que soy tan natural, etcétera. En realidad, si fuera inteligente, no necesitaría venir aquí”.

Me mira desde el otro lado de la mesa sin ningún interés. Sé que le gustaría parecer impertérrito, analítico, pero tiene esa pose un poco chulesca de los directores de empresa catalanes que quieren ir de colegas y son condescendientes porque siempre estarán más pendientes de sí mismos que de lo que les puedas decir tú. “Crees que sólo los imbéciles van al psicólogo, ¿es eso?”.

Mi padre es psicólogo. Mi hermano es psicólogo. Uno de mis mejores amigos es psicólogo. Creo que conozco todos sus trucos, creo que no podrían engañarme, creo que sé más de los psicólogos que los propios psicólogos. Desde luego, sé mucho más de la psicología que este gilipollas al que por fin he decidido visitar, vencida por un ataque de ansiedad que estrené el jueves con la misma solemnidad con la que estrené mi primera colonia Chispas.

“No, subnormal”, le contestaría, “lo que pasa es que, si tuviera cierta inteligencia práctica, no perdería los nervios”.

Le contesto: “Acabo de mudarme. He tenido dos desengaños amorosos en seis meses. Trabajo en tres periódicos distintos, una radio y dos televisiones, una de ellas me obliga a coger dos aviones casi cada semana. No me gusta volar. Me angustia volar. Se supone que tendría que estar disfrutando de todo lo que me pasa, sé que soy muy afortunada porque el panorama laboral está jodido. Pero también soy consciente de que, si flojeo, lo perderé todo. Estamos en crisis y yo sólo tengo estrés”.

Llevo dos semanas sin pegar ojo. Duermo un par de horas, me despierto. Duermo otro par de horas y así. No pienso en el trabajo, pero en realidad no pienso en otra cosa. Estoy como en estado catatónico, los ojos muy abiertos, la garganta seca, el corazón a tope, la mente en blanco. 

El jueves tuve una discusión a la hora de comer. Me volví loca. Primero intenté arrancarle la botella de vino de las manos, luego me levanté de un salto, tiré el plato al suelo, empecé a ulular, a chillar cada vez más fuerte, cogí un puñado de mejillones y los lancé contra la pared, me volqué la jarra de agua en la cabeza, corrí empapada hasta la ventana y la golpeé con la acojonante intención de romperla, que se me clavaran los cristales en las manos, en los brazos.

Estoy loca.

“No estás loca”, contesta el psicólogo de pacotilla. “Los síntomas que describes responden efectivamente a un cuadro de ansiedad. Seguramente eres una persona muy autoexigente (y si suelta un adverbio más, o alguna palabra acabada en ente, me lo cargo) y últimamente (lo mato) has estado sometida a mucha presión. Las tres cosas que más nos desestabilizan son las mudanzas, las rupturas y los cambios laborales. Y por lo que me cuentas, tú lo has hecho todo a la vez”, carraspea sin duda para evitar un comentario sarcástico.

“Soy una campeona”, me adelanto yo. “Pero no tengo sentimientos. Mis rupturas me importan una mierda, mi estado natural es la soltería, soy una amante épica (citando a un amigo). Acabaré seduciéndote antes de que te des cuenta (vuelve a poner esa cara que pretende ser impávida y que le sale perdonavidas). Ya sé que ahora te suena a fantasmada y que ni siquiera te resulto atractiva, pero me gustan los retos. Y también me gusta ir retransmitiendo lo que pasa, como si estuviera relatando cada momento: paciente arrogante pretende perturbar a su psicólogo, presunto experto de vuelta de todo. Me divierto con estas cosas. Lo de la mudanza fue una putada, pero ya está. En mi nueva casa hay una caja fuerte que todavía no he logrado abrir. Me gusta que mi nueva casa tenga secretos para mí. Agradezco a dios todopoderoso que me haya dado tantos trabajos en estos tiempos que corren, aunque me agobien la hostia. Soy fuerte y puedo con lo que me echen”.

Él: ¿Crees en Dios?
Yo: Esto es un coñazo.
Él: ¿Por qué has venido?
Yo: Ahora no empieces con lo de que no puedes ayudarme si yo no me dejo y todo eso. Tampoco digas que no has dicho nada, que lo estoy diciendo yo misma. Sé que la única manera de salir de ésta es mediante una actitud positiva, debería dejar de ponerle pegas a todo. Ya sé que tengo que ir despacio, pasito a paso, no tomarme las cosas tan a pecho, relajarme, sentir que lo que me pasa es por algo bueno, reírme de mí misma, relativizar. ¿Eres freudiano?
Él: ¿Por qué lo preguntas?
Yo: ¿Crees que quiero follarme a mi padre o algo así?
Él: ¿Crees que tienes complejo de Electra?
Yo: Me gusta la soledad, pero echo de menos que alguien haga la compra y prepare la comida. Cuando vivo sola, no como nunca.
Él: O sea, que encima hay que añadir a tu desorden anímico un trastorno alimenticio. Joder, es que eres de manual.
Yo: ¿Eso se te ha escapado o forma parte de una estrategia que no conozco?
Él: Vas de provocadora y eres una llorica.
Yo: Uf, ésta me la sé. Lástima, la cosa se estaba poniendo interesante. Podrías invitarme a cenar. Para evitar mi trastorno alimenticio y eso.
Él: ¿Y gastarme el dinero que gano con tu caso?
Yo: Así, por lo menos, me ayudarías en algo. 
Él: Oye, mira, la gente lo está pasando mal de verdad, no quiero perder el tiempo contigo. Eres una insatisfecha. Caso resuelto.
Yo: Insatisfecha porque soy demasiado exigente, porque estoy sedienta o porque soy una frígida?
Él: Tendríamos que trabajar en ello, pero pareces obsesiva y adicta aún no sé a qué. ¿Qué te parece si dejas de hablar de ti misma?
Yo: Me gustas bastante. Seguro que tienes remordimientos porque te tienta enrollarte con casi todas tus pacientes. Son débiles y necesitan que las protejas, nadie las entiende mejor que tú, sabes lo que les pasa y cómo tratarlas. Están en tus manos. ¿Estás casado?
Él: Soy gay.
Yo: Vaya.

El despacho es blanco, diáfano, tiene dos sofás de cuero negro, una gran mesa de madera de roble y una chaise longue de Le Corbusier, un cuadro de Rothko y otro de Hockney, la ventana da a Enric Granados. Me encuentro mucho mejor.