Los duendes han regresado. Al poco de instalarme en este piso, empezaron a ocurrir cosas extrañas. La televisión se encendía misteriosamente, las luces también, aunque no hubiera nadie en casa. El despertador cambiaba de hora y no sonaba cuando estaba programado, pero sí lo hacía a horas intempestivas.
Como todos los sucesos guardaban relación con la electricidad, al principio creí que era cosa de mi electricidad estática. Tengo un problema desde pequeña: me cargo los electrodomésticos. Cada vez que me seco el pelo, por ejemplo, el secador hace plop, saltan los plomos y se acabó, no hay modo de arreglarlo. Lo mismo ocurre con la batidora. Y con los radiocasetes y todo lo que vaya enchufado. Si tengo un aparato en las las manos, el aparato muere. Mi madre me tiene terminantemente prohibido acercarme a su secador, su minipimer y su epilady. Mi padre me habrá reñido unas cien veces porque la radio dejaba de funcionar después de que yo la hubiera utilizado.
Descubrí que pasaba algo parecido con los televisores esos de Philips que cambiaban de canal mediante la electricidad corporal de cada uno, sin apretar ningún botón, sólo pasando las yemas de los dedos por un sensor. Cuando lo intentaba yo, no había manera. Alguno de mis hermanos tenía que tocarme la mano para que el trasto funcionase.
Finalmente, al llegar a Barcelona, hice el que ha sido tal vez el más sorprendente de mis descubrimientos al respecto: cuando paso por debajo de una farola, se apaga. Una vez que ya he pasado, vuelve a encenderse. Y al revés: las farolas apagadas se encienden a mi paso.
Todo esto molaría si sirviera para algo. Pero para lo único que sirve es para que te hagan socio honorífico de las tiendas Miró y para recibir unos cuantos calambrazos cada vez que llamas al ascensor o cierras la puerta de un coche. Recuerdo que, en una ocasión, estaba besando a un novio antiguo en la escalera mecánica del Pompidou cuando nuestras lenguas estallaron como un peta-zeta. Contra lo que pueda parecer, los besos eléctricos no son explosivos. Dan susto y son desagradables.
En fin, a lo que iba: al instalarme en este piso descubrí que ocurrían fenómenos para-anormales pero no les di la más mínima importancia. Hasta que un día apareció un bote de desatascador en el fregadero. Entonces yo vivía con una chica. Le dije que había sido buena idea comprarlo y le pregunté cuánto le debía porque con los gastos íbamos a medias. Me miró con ojos como platos y me respondió que en todo caso tendría que pagarme ella a mí, puesto que yo había comprado el desatascador.
No, yo no lo he comprado, le dije. Pues yo tampoco, respondió ella. Y entonces empecé a mosquearme en serio. Sobre todo cuando me fijé en que, desde que habíamos llegado, la gata de mi compañera tenía una actitud un tanto extraña: se escondía bajo la cama y era capaz de pasarse horas -incluso días- de cara a la pared sin comer, ni dormir, ni mover un pelo.
Consulté el caso con un experto en fantasmas y me dijo que no debía preocuparme demasiado: en mi casa no había espíritus, como yo me temía, ningún alma en pena se arrastraba por el pasillo. "De todos modos", añadió mientras se rascaba la barbilla, "no creas que tener duendes es mucho mejor, son unos capullos y siempre andan jodiendo. Por eso los gatos les temen, porque no paran de molestar, tiran de sus bigotes, les queman la cola y eso". Según mi amigo el experto, si el gato mira fijamente a un punto muy concreto, es que hay espíritus pululando; si el gato se esconde, tienes duendes.
A mí tener duendes no me molestaba mucho, la verdad. Hombre, a veces me cambiaban la hora del despertador, como decía, con las consecuencias subsiguientes, no siempre comprendidas por mi jefe. Les oía remover las cosas del cuarto de baño, jugueteaban con las cremas faciales y los jabones, y luego lo ordenaban todo, pero notabas que algo había cambiado. Nunca he perdido tantos peines como en aquella época. Lo peor era cuando encendían la tele a toda hostia de madrugada. Te daban unos sustos de muerte y tenías que levantarte a apagarla.
A mi compañera de piso no le caían muy bien. No le gustaba que yo dejara chucherías por la cocina para que ellos estuvieran contentos. Yo le decía que un duende contento no putea tanto, pero ella contestaba que la cocina hay que mantenerla limpia, que sino vienen cucarachas, hormigas o ratones y entonces es peor.
Un día estaba ordenando mi habitación cuando, en la estantería barata de Ikea, justo delante de los libros, encontré una gran bola de color ámbar. La toqué, estaba blanda. Parecía una inmensa bola de resina. Me pregunté si es que los duendes cagan resina o es que me estaban haciendo un regalo. En cualquier caso, aquel fue su último mensaje. No volví a saber de ellos.
Han pasado siete años desde entonces y a veces los echo un poco de menos. Tengo la impresión de que mi vida es mucho más aburrida ahora, con una tubería que se atasca por culpa de mi alma que se quedó por ahí metida y de un depósito de recuerdos que estalló el otro día y llenó el baño de goteras que ya no evocan nada. Se han convertido en sucias manchas de humedad.
Hace unos minutos, estaba enchufando la lámpara junto al sofá, he movido un espejo todavía por colgar con cuidado para no romperlo y a mis espaldas, en la habitación contigua, se ha encendido la televisión de repente. Como en los viejos tiempos. En casa, huelga decirlo, sólo estoy yo.
O eso creía.
Los duendes han vuelto. Y pese a sus putadas y sus sorpresas, lo cierto es que me alegro.
Estertoreas
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Cuanto más eco adquieren las palabras más ruido provoca su reverberación.
Hace 8 horas