miércoles, 16 de diciembre de 2009

Duendes

Los duendes han regresado. Al poco de instalarme en este piso, empezaron a ocurrir cosas extrañas. La televisión se encendía misteriosamente, las luces también, aunque no hubiera nadie en casa. El despertador cambiaba de hora y no sonaba cuando estaba programado, pero sí lo hacía a horas intempestivas.

Como todos los sucesos guardaban relación con la electricidad, al principio creí que era cosa de mi electricidad estática. Tengo un problema desde pequeña: me cargo los electrodomésticos. Cada vez que me seco el pelo, por ejemplo, el secador hace plop, saltan los plomos y se acabó, no hay modo de arreglarlo. Lo mismo ocurre con la batidora. Y con los radiocasetes y todo lo que vaya enchufado. Si tengo un aparato en las las manos, el aparato muere. Mi madre me tiene terminantemente prohibido acercarme a su secador, su minipimer y su epilady. Mi padre me habrá reñido unas cien veces porque la radio dejaba de funcionar después de que yo la hubiera utilizado.

Descubrí que pasaba algo parecido con los televisores esos de Philips que cambiaban de canal mediante la electricidad corporal de cada uno, sin apretar ningún botón, sólo pasando las yemas de los dedos por un sensor. Cuando lo intentaba yo, no había manera. Alguno de mis hermanos tenía que tocarme la mano para que el trasto funcionase.

Finalmente, al llegar a Barcelona, hice el que ha sido tal vez el más sorprendente de mis descubrimientos al respecto: cuando paso por debajo de una farola, se apaga. Una vez que ya he pasado, vuelve a encenderse. Y al revés: las farolas apagadas se encienden a mi paso.

Todo esto molaría si sirviera para algo. Pero para lo único que sirve es para que te hagan socio honorífico de las tiendas Miró y para recibir unos cuantos calambrazos cada vez que llamas al ascensor o cierras la puerta de un coche. Recuerdo que, en una ocasión, estaba besando a un novio antiguo en la escalera mecánica del Pompidou cuando nuestras lenguas estallaron como un peta-zeta. Contra lo que pueda parecer, los besos eléctricos no son explosivos. Dan susto y son desagradables.

En fin, a lo que iba: al instalarme en este piso descubrí que ocurrían fenómenos para-anormales pero no les di la más mínima importancia. Hasta que un día apareció un bote de desatascador en el fregadero. Entonces yo vivía con una chica. Le dije que había sido buena idea comprarlo y le pregunté cuánto le debía porque con los gastos íbamos a medias. Me miró con ojos como platos y me respondió que en todo caso tendría que pagarme ella a mí, puesto que yo había comprado el desatascador.

No, yo no lo he comprado, le dije. Pues yo tampoco, respondió ella. Y entonces empecé a mosquearme en serio. Sobre todo cuando me fijé en que, desde que habíamos llegado, la gata de mi compañera tenía una actitud un tanto extraña: se escondía bajo la cama y era capaz de pasarse horas -incluso días- de cara a la pared sin comer, ni dormir, ni mover un pelo.

Consulté el caso con un experto en fantasmas y me dijo que no debía preocuparme demasiado: en mi casa no había espíritus, como yo me temía, ningún alma en pena se arrastraba por el pasillo. "De todos modos", añadió mientras se rascaba la barbilla, "no creas que tener duendes es mucho mejor, son unos capullos y siempre andan jodiendo. Por eso los gatos les temen, porque no paran de molestar, tiran de sus bigotes, les queman la cola y eso". Según mi amigo el experto, si el gato mira fijamente a un punto muy concreto, es que hay espíritus pululando; si el gato se esconde, tienes duendes.

A mí tener duendes no me molestaba mucho, la verdad. Hombre, a veces me cambiaban la hora del despertador, como decía, con las consecuencias subsiguientes, no siempre comprendidas por mi jefe. Les oía remover las cosas del cuarto de baño, jugueteaban con las cremas faciales y los jabones, y luego lo ordenaban todo, pero notabas que algo había cambiado. Nunca he perdido tantos peines como en aquella época. Lo peor era cuando encendían la tele a toda hostia de madrugada. Te daban unos sustos de muerte y tenías que levantarte a apagarla.

A mi compañera de piso no le caían muy bien. No le gustaba que yo dejara chucherías por la cocina para que ellos estuvieran contentos. Yo le decía que un duende contento no putea tanto, pero ella contestaba que la cocina hay que mantenerla limpia, que sino vienen cucarachas, hormigas o ratones y entonces es peor.

Un día estaba ordenando mi habitación cuando, en la estantería barata de Ikea, justo delante de los libros, encontré una gran bola de color ámbar. La toqué, estaba blanda. Parecía una inmensa bola de resina. Me pregunté si es que los duendes cagan resina o es que me estaban haciendo un regalo. En cualquier caso, aquel fue su último mensaje. No volví a saber de ellos.

Han pasado siete años desde entonces y a veces los echo un poco de menos. Tengo la impresión de que mi vida es mucho más aburrida ahora, con una tubería que se atasca por culpa de mi alma que se quedó por ahí metida y de un depósito de recuerdos que estalló el otro día y llenó el baño de goteras que ya no evocan nada. Se han convertido en sucias manchas de humedad.

Hace unos minutos, estaba enchufando la lámpara junto al sofá, he movido un espejo todavía por colgar con cuidado para no romperlo y a mis espaldas, en la habitación contigua, se ha encendido la televisión de repente. Como en los viejos tiempos. En casa, huelga decirlo, sólo estoy yo.

O eso creía.

Los duendes han vuelto. Y pese a sus putadas y sus sorpresas, lo cierto es que me alegro.

La Oficina de las Últimas Oportunidades

Acabo de llegar de la Oficina de Últimas Oportunidades y estaba cerrada. Un conocido me ha saludado desde el bar que hay enfrente y he adivinado en su mano un vale para hacer reportajes de viajes en un suplemento cultural. He fingido no verle y le he odiado por haber llegado a tiempo. Supongo que la envidia es eso: rabiar por lo que consigue otro.

Quería saber cuál es el horario de la oficina, tal vez mañana vuelva a intentarlo, pero me daba vergüenza que aquel conocido descubriera mis intenciones, así que he continuado caminando como si sólo estuviera de paso, las manos hundidas en los bolsillos, los pies helados, bajo este cielo frío y pesado.

"Evidentemente algo estás haciendo mal", me dijo una amiga el otro día. Y otro que también va de free lance: "Pero qué crisis ni qué crisis, si ahora tengo más trabajo que nunca; eso sí, me pagan la mitad, con lo que necesito currar el doble, no puedo cederte nada".

A mi tía la sardinera le cerraron la Oficina de las Últimas Oportunidades para siempre. A veces pasa. Trabajaba en una piscifactoría y su labor era sencilla: trasladar los peces de los sectores más pequeños a otros sectores más grandes para que tuvieran espacio y pudieran reproducirse. La empresa madre creció y trasladó a mi tía a una empresa subcontratada, todo lo contrario que hacía ella con las sardinas.

Como había dedicado toda su vida a los peces, mi tía no se casó nunca porque también dedicó toda su vida a Dios, y Dios dice que sólo puedes follar cuando te casas, pero la realidad dice que si no follas no te casarás jamás. Puede que mi tía sardinera no sea virgen; en todo caso, buscaba una perfección en el hombre o en sí misma que la alejó de los hombres y también de la mujer que podría haber sido. Además apestaba a sardina.

Cuando entró en la empresa subcontratada, sin marido ni hijos ni una familia que mantener, le dijeron: "entenderás que te demos el puesto de fin de semana porque los demás necesitan pasar el sábado y el domingo con los suyos, mientras que a ti tanto te da". Los sábados y domingos están un poco mejor pagados que el resto de los días de la semana, pero no dejan de ser dos contra cinco. De manera que mi tía no sólo estaba sola, también empezó a ser pobre. A su edad.

Empezó a beber. No por nada. Se despertaba a las nueve o así, miraba el techo, esperaba que su reloj marcara las diez, remoloneaba un poco más, total no tenía absolutamente nada que hacer en todo el día, nadie con quién quedar entre semana, nadie a quién llamar en horario laboral, los días se hacían interminables. Finalmente se levantaba de la cama, preparaba café, desayunaba a la hora del aperitivo. A la hora de comer, sólo comía queso.

Siempre ha sido así, cuando trabajaba entre semana en la piscifactoría, las otras sardineras la miraban atónitas, ¿ése es todo tu almuerzo?

Ya no había ojos indiscretos ni preguntas estúpidas, encendía la tele y miraba cualquier cosa. Se servía un vasito de vino, tal vez antes se hubiera tomado una cerveza. El sol, al otro lado de la ventana, seguía demasiado alto. Días infinitos.

Los lunes bajaba al súper, todavía con la energía activa del trabajo de fin de semana. Quizá los lunes por la tarde incluso pasara el trapo y la mopa. Pero hoy es martes, miércoles, jueves y la casa está limpia y ordenada, aquí no hay nada que hacer.

Mi tía la sardinera no siempre fue así. Era sin duda la más guapa de su clase en el instituto y también en la universidad. Estudió filología y dio clases particulares de inglés antes de ponerse a trabajar en la piscifactoría. Lo hizo porque quiso. A lo mejor porque quería multiplicar panes y peces. Y, a cambio, recibió raspas y hostias.

Mi tía viene de buena familia. A su alrededor todas se casaron con ricos, a excepción de sus propias hermanas (entre ellas mi madre) y creo que todavía sueña con que un príncipe azul o verde o amarillo fosforito la arrancará de este puto mundo de mierda.

O tal vez ya no lo haga. Y por eso se amorra a la botella como si besara la boca de alguien, lléname, lléname hasta que pierda el sentido, lléname hasta que pierda el equilibrio, lléname este vientre vacío, lléname hasta la muerte.

Y cae.

Por eso, cuando por fin tiene quince días de vacaciones (ha necesitado más de un año para acumularlos) no se lo dice a nadie. Y se los pasa en casa, como siempre, sin hacer nada. Consciente de que ha desaparecido.

Mi tía se ha vuelto tan invisible que cuando fue a la Oficina de las Últimas Oportunidades no la atendieron. Ni siquiera notaron su presencia. Ella tampoco hizo nada al respecto, no chilló ni montó un escándalo ni pidió el libro de reclamaciones. Simplemente dio media vuelta y se largó discretamente como había llegado.

Por eso tengo tanto miedo. Porque tengo la impresión de que lo llevo en la sangre.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Viejo cuento inacabado

-Qué pena que seas tan triste-, suspira Erre. Y puede que esa frase aparezca algún día en una canción.

Le respondo que no es que Jota sea triste. “¿Dirías que nos parecemos?”, continúa Erre, mientras me pasa la cerveza helada por el empeine del pie. He puesto mis piernas sobre las suyas, para recostarme en el sofá donde él se sienta. Se ha hecho de día con la impertinencia del solsticio de verano, y el sol nos ha sorprendido mientras ponemos música en el ordenador. Sobre la mesa de centro, se acumulan las latas que le hemos comprado a un paki a la salida del concierto, dos paquetes de tabaco -uno vacío-, unos cuantos libros a medio leer con las páginas que guardan alguna frase que me ha gustado dobladas por sus esquinas. Si la idea que me llama la atención se encuentra en la mitad superior de la página, doblo la esquina de arriba; si está en la mitad inferior, doblo la esquina de abajo. Luego casi nunca busco lo que marqué y, si lo hago, no entiendo por qué doblé precisamente aquella página.

En un cenicero, la colilla de un cigarro empolvado en coca al que he dado un par de caladas, como siempre convencida de que eso no hace nada.

Erre acaricia con su cerveza helada mis piernas sobre sus rodillas. “Os parecéis en que los dos sois guapos, pero Jota se quedará calvo antes que tú”. Gracias, dice Jota. Es verdad. Ya lo sé. Erre no se refiere a eso. Se refiere más bien a su manera de ser. “Somos como la noche y el día, tío”, responde Jota, “pero tienes cosas entrañables, un sentido del humor bastante surrealista”. Lo dice con los ojos cerrados, mientras intenta descubrir si podría quedarse dormido en la silla Bonet que me regaló mi hermano la pasada navidad.

Y Erre: ¿Soy gracioso? Yo: “No. Nada. En absoluto”. Y Jota: Qué fuerte que te lo digan así.

No es que Jota sea triste, insisto. Pero hay personas que nacieron con un peso que no podrán quitarse de encima. Es como si supieran demasiado. Y cuando sabes demasiado, entiendes que nada vale demasiado la pena. Entonces, justamente porque eres consciente de lo irresoluble, no puedes tomarte las cosas en serio, y eso te convierte en un cínico. Lo cual no significa que no valores las cosas, al contrario. Vamos a ver, digo, piensa en un dolor muy fuerte. A mí se me ocurre el dolor menstrual, pero a vosotros… No sé, unos retortijones, un dolor de muelas. A saco. Bueno, a veces tenemos ese dolor insoportable. Un dolor constante, un dolor que lo monopoliza todo, no podemos concentrarnos en nada más, sólo queremos que pase, que pase, que pase. Y durante unos segundos, cinco o diez segundos nada más, paf, el dolor se te pasa. Nada, un momento, se te pasa durante diez segundos de mierda. Te parecen los jodidos diez mejores segundos de tu vida. Son la puta hostia. Aunque lo cierto es que esos segundos gloriosos son exactamente iguales al resto de segundos cuando nada te duele.

“Ahí lo tienes”, susurra Jota aún con los ojos cerrados. Y pienso: en realidad, qué sé yo. Sólo nos vemos una vez al año, desde hace cuatro, y siempre por casualidad. La primera fue en la fiesta de un amigo que tenemos en común. Yo llevaba una minifalda muy corta, él una buena cogorza. Me hizo gestos con otro chico para que fuera con ellos a la cocina. Allí, entre las botellas de whisky y las patatas de bolsa, me propusieron un trío, y más en broma que en serio, acepté. En la habitación donde se guardaban los abrigos, uno de los dos me abrazó por detrás, el otro me comía la boca. Entonces llegó el anfitrión, tal vez celoso, tal vez protector, y me descolgó de allí como se descuelga una cazadora.

Volvimos a vernos un septiembre, en las fiestas de la Mercè. Seguramente ni siquiera nos hubiéramos saludado si su colega y el mío no fueran también colegas. Una terraza al aire libre, eh, cómo va, unas cervezas, tocamos en un rato, qué casualidad. Me alegré de que no hubiéramos hecho nada en el cumpleaños de nuestro amigo común, porque Barcelona es pequeña, siempre hay alguien que conoce a alguien, y ése le invitó a que se sentara con nosotros. En Barcelona la casualidad pierde su nombre. Jota sacó una foto en las que aparecemos los dos saludando alegremente a la cámara de vigilancia de un banco. Y luego, en un bar, también sacó otra que no descubrí hasta un año después, en la que me beso con un rollo pasajero.

Creo que me enamoré de él la tercera vez, si es que estoy enamorada, que no lo sé. La verdad es que no lo creo. Coincidimos de nuevo en una fiesta, Jota tocaba y Erre tocaba con él. Cuarenta personas en la misma casa, exceso de alcohol, falta de camas. Los tres compartimos habitación con Pe, que roncaba.

También ahora hay alguien más. Uve se ha quedado frito.

-Entonces empezasteis a hacer aquellos ruiditos-, dice Erre.
Y Jota:
-Hemos hablado muchas veces de aquella noche.
Y yo:
-Pero si no pasó nada.
Jota otra vez:
-Di la verdad: ¿te supo mal que ella prefiriera dormir conmigo?
Erre contesta que él se lo había currado más. Le digo que me fui con Jota precisamente por eso, porque él me daba un poco de miedo, tan a saco. A fin de cuentas, a Jota ya lo conocía de antes. Y sí, nos besamos en silencio, y nos toqueteamos en silencio, y también me la metió en silencio. O, en fin, haciendo ruiditos.

jueves, 3 de diciembre de 2009

2012

Como soy la reina del mainstream, ayer fui a ver 2012. La película está muy bien, porque es un cóctel de los mejores momentos de Vulcano, Twister, Deep Impact, Terminator, Titanic, La tormenta perfecta, Independence Day, 007, y todas las chorradas catastrofistas que ponen en la tele los sábados por la tarde.

El tema es el de siempre: joven padre divorciado va a buscar a sus hijos para dar un paseo por el parque de Yellowstone, pero como es un puto inmaduro, la caga todo el rato. No importa, porque como también es americano, todo el mundo le perdona. Bueno, todo el mundo o lo que queda de él, claro. Y aunque el tío no ha hecho más que joder la marrana durante toda la película, al final, no sé por qué, lo tratan como si fuera un héroe, aunque, por culpa suya, casi se extingue la humanidad.

La película va sobre el fin del mundo, y los mayas lo tenían muy claro: el sol se va a cargar la Tierra. O sea, que la traducción lógica sería: calentamiento global, falta de agua, de alimentos, hambrunas, revueltas, enfermedad, fin. Pero eso a Roland Emmerich debió de parecerle poco espectacular. Además, Estados Unidos se resiste a firmar el Protocolo de Kioto, y el director es un patriota. Así que mejor ser políticamente correcto e inventarse una teoría muy rara sobre que los rayos de sol tienen unas partículas que calientan el centro de la tierra y entonces la astenosfera se funde como la cera y las placas de la litosfera se mueven a su aire, y el Polo Norte acaba en Wisconsin.

Por lo visto, los rayos esos deben de tener un efecto extraño en la gravedad, porque los edificios, las montañas, las rocas, etc, caen a cámara lenta, a diferencia de los coches y aviones que aparecen en la película, que mantienen su velocidad habitual y así pueden esquivar edificios, rocas, montañas, etc.

Además, se producen un montón de tsunamis que afectan a todas las costas, pero en cambio apenas sacuden un crucero que navega tan tranquilo en medio del océano. Porque, ya pueden hundirse Los Ángeles, romperse el Corcobado en mil pedazos o irse al infierno el Vaticano, que en el mundo siguen funcionando la electricidad, la luz y el teléfono sin problemas. Viva Endesa. Washington se llena de ceniza (ah, como en la Lista de Schindler) y el presidente del gobierno americano le jura a una niñita que va a encontrar a su padre. Pero qué va, primero se le cae un obelisco en toda la cabeza y recupera la consciencia sólo para ver cómo una ola gigante con porta-aviones incluido se carga la Casa Blanca.

El presidente es negro, lo que nos llevaría a pensar que es Obama. Pero es viejo, así que no puede ser él. Su hija comete un error de guión garrafal en mitad de la película, cuando dice que en el Instituto no ligaba nada porque los chicos temían a su padre. Pero a ver! Si la peli está ambientada en 2012, cuando esa tía iba al instituto su padre no era el presidente, el presidente era Bush. Qué quiere decir con que los chicos temían a su padre? Que es una bastarda?

Evidentemente, la chica se enamora de un negro que es el otro gran capullo de la historia. Se supone que el tipo es un geólogo experto y tal, pero no acierta ni una. Y en lugar de darle una patada en el culo, por inepto, van y le suben de rango, siguen haciéndole caso. Al final, y aunque se ha equivocado cada vez que ha abierto la boca, da con la hora, el minuto y el segundo exactos en el que una gran ola impactará con ellos. ¿Cómo se puede saber eso? No se puede, pero no importa, porque es una película.

En vistas de que todo se va a tomar por culo, los chinos (tenían que ser los chinos) construyen unas arcas inmensas que soportarán el cataclismo, tampoco tengo muy claro por qué; no será por la calidad de sus productos. Y claro, se supone que se ha llevado a cabo un estudio genético muy selectivo para decidir qué personas van a meterse en ese trasto a regenerar la humanidad. Ese proceso selectivo está en la cartera de cada uno: mil millones de dólares por plaza, si no recuerdo mal.

El presidente de los EEUU cede su plaza en un acto heroico (por eso muere aplastado dos veces, primero por el obelisco y luego por el tsunami con porta-aviones). Y otro primer ministro hace lo propio. Lo más increíble de toda la película es que... se trata del primer ministro italiano! O sea que, si siguen así las cosas, será Berlusconi! Anda ya.

Mensaje: pese a las medidas de seguridad, hasta el más pobre y el más capullo puede colarse en un arca construida por los chinos. Eso sí, antes tendrá que haber huido en roulotte de un volcán en erupción, haber salido de una falla ardiente con estas dos manitas, haberse subido a una avioneta en marcha, tendrá que haber saltado de un avión ruso aterrizando en el Himalaya, y no sé qué más cosas le pasan a John Cusack, pero madre mía. Si hasta pasa un tren volando por encima de su avioneta y eso juro que lo flipas.

Por cierto, qué grande el momento en el que el desplazamiento de la corteza terrestre ha acercado a los protagonistas a China justo cuando se habían incendiado los motores de su avión y el piloto comenta familiarmente: "ya llegamos". Claro, tú ves unas montañas y ya sabes dónde estás. El pobre piloto muere porque es ruso.

Los otros rusos también mueren, a excepción de dos niñatos gordos con tirabuzones que ya ves que van a convertirse en los tiranos de la Nueva Era.

La cuestión, que queda claro que las arcas ésas las han construido los chinos, porque tienen un sistema muy precario de funcionamiento: si las puertas no se cierran bien, no se encienden los motores. Nuestro antihéroe la caga por mil millonésima vez y casi se carga a la Humanidad entera por meterse donde no debía cual polizón jodemarranas, insisto. Las máquinas le arrancan una pierna a un cándido tibetano de buen corazón que le ha ayudado a colarse y matan al actual novio de su exmujer, rollo: oye, la selección natural de Hollywood dictamina sus propias reglas, y aquí está claro que sobras, chaval. Momentazo de la historia del cine. John Cusack a su ex: "¿Le quieres?". Respuesta: "Lo suficiente". Joder, siempre nos quedará París.

Bueno: los rusos han muerto, el novio de la ex del prota también, el mundo entero se ha ido al carajo, todo se ha inundado, y dentro del arca se monta un caos que flipas, porque van a chocar contra el Everest.

Mola, porque antes de embarcar en las naves ésas, aparecen unos helicópteros transportando jirafas y elefantes por encima de Shiwan o por ahí (homenaje a Doce Monos, supongo), y tú dices: ya que salvan algunos animales, ¿no podían llevarse vacas y cerdos, que por lo menos son comestibles? Y al final, resulta que el mundo se ha acabado, sí, pero no tanto, y lo único que queda de él es África; precisamente el único sitio donde ya hay jirafas y elefantes.

En fin, que los mediocres se salvarán, como siempre, y preservarán la especie. Acabo de darme cuenta de que no he avisado de que este post contiene spoiler.

Cuando salí del cine, fui a la fiesta del preestreno de Las dos vidas de Andrés Rabadán, tomé un par de cervezas mientras cargaba con una bolsa llena de libros de Periférica y fingí ser la chica culta e implicada que todos creen que soy.