sábado, 28 de noviembre de 2009

Carta de mi amor sobre ruedas




(traducción del catalán)

He entrado en la web de Moki y he estado fisgoneando en las fotos de nubes de pájaros. Puede que sea un poco ñoño, pero he pensado que, como plan para una primera cita, no está mal. Después de ver volar a los pájaros en algún lugar de Dinamarca, ella y aquel tío al que acababa de conocer buscaron casas vacías en el campo y, en cuanto encontraron una, se quedaron a dormir. Sólo hablaron, durante toda la noche. Como en esa película catalana.

Cuando la conocí, hace un par de años, era una chica absolutamente pueril. Decía cosas como que a veces sentía que volaba y tal, mientras gesticulaba con los brazos fingiendo que saltaba, y le hubieras dado una buena hostia para que pusiera los pies en el suelo. Ahora se va a construir iglúes con su novio. Me parece maravilloso que existan personas así, y tengo curiosidad por verla dentro de unos años. No me malinterpretes: ni la envidio ni querría una vida de este estilo para mí -ya sabes que soy extremadamente feliz y siento mucho amor y no cambiaría prácticamente nada de lo que tengo-, pero me choca ver algo tan irreal en nuestro propio mundo. Y al mismo tiempo, todo es una farsa. Por eso he recordado, una vez más, por qué me gusta tanto mi trabajo.

Son casi las tres de la madrugada. Jörg ha vuelto a quedarse en mi piso hablando hasta ahora. Me ha contado que, mientras él y su hijo visitaban el museo del Barça (son muy futboleros), su mujer, que los esperaba en un bar, falsificó un autógrafo de Messi. Luego le dijo a su hijo que acababa de pasar el autobús del club y se lo había pedido. El niño se volvió loco de felicidad, y desde entonces tiene el autógrafo enmarcado en su habitación.

Jörg también me ha contado que su hijo tenía un oso de peluche que desapareció de repente. Le dijeron que se había ido a descubrir mundo. Era el oso preferido de Melvin (le pusieron el nombre por el grupo), y Jörg lo llevaba consigo cuando hacía un viaje, dormía con él para sentir que estaba cerca del niño. Años después, la madre de Melvin encontró un oso idéntico y lo compró. Lo dejaron en la puerta y tocaron el timbre. Melvin lo encontró allí mismo, en el descansillo, y fue muy feliz.

Cuando oigo historias así es cuando más ganas me entran de tener hijos, ya sé que son pijadas. Seguramente tus hermanos tienen razón y soy un poco osito. Bueno, que soy un ñoño. Afortunadamente, también soy algo cínico.

Hamburgo tiene algo especial. El clima y la vegetación crean un ambiente místico, por eso vive gente como Moki o Heiko Muller, un artista que también me gusta mucho y a quien he conocido esta noche. Ves las tiendas de ropa, y hacen esas cosas que tú no te pondrías nunca, que son como etéreas. Caminas por la calle y no hay nadie, y cruzas un parque a oscuras y no piensas que puedan atracarte, sino que saldrán fantasmas de algún rincón y entonces te pasará algo extraño.

Mañana iré con Victor a ver exposiciones y a dar una vuelta en barco y a pasear un poco: a hacer el guiri. Después, inauguramos. Lo cambiaría por ti.

Espero que lo hayas pasado bien esta noche.

Ja saps que t'estimo.

viernes, 27 de noviembre de 2009

La bella durmiente

Cayó a plomo junto a la entrada del metro. Los demás, unos completos desconocidos que se dirigían hacia alguna parte, nos miramos sin saber qué hacer. Un hombre con un feo jersey verde césped se agachó a su lado, mientras interrogué enarcando las cejas a una mujercita menuda con gafas que respondió: "ya llamo yo".

También yo me acuclillé junto a su cabeza, otra mujer le hacía las preguntas que aprendí que hay que hacer en un cursillo de primeros auxilios, me oyes? estás bien? cómo te llamas? La chica no reaccionaba. Tenía los ojos cerrados, alguien le levantó las piernas para ver si volvía en sí, la mujer que hacía preguntas dijo que era enfermera, le volvió la cara hacia la acera por si se ponía a vomitar, y yo le abrí la boca para asegurarme de que no se tragaría su propia lengua.

La mujercita que había llamado a urgencias dijo: "tendrá veintisiete o treinta años", y yo pensé pero qué dices tía, pero no dije nada. La mujercita que había llamado a urgencias le pasó el teléfono a la que había dicho que era enfermera, y ella repitió pues eso, que tendría unos veintitantos y que estaba inconsciente en medio de la calle.

La chica empezó a mover los ojos bajo los párpados. Muy rápidamente, como si soñara o no lograra despertarse. La que aseguraba ser enfermera volvió a hacerle las mismas preguntas. Se las hacía en catalán, pero yo estaba segura de que aquella chica era castellanoparlante, no sé por qué. Le miré las uñas, mal pintadas y largas, tenía un par de anillos de oro demasiado brillante. Me descubrí acariciándole el pelo, oxidado por culpa del tinte. Con la otra mano, agarraba su bolso de Tous con osos estampados y otra bolsa de cartón con el cartel de Mamma Mía.

La chica nos miró sin sorpresa, veinte personas a su alrededor comentando la situación, se había rodeado la cintura con ambos brazos y se retorcía de dolor. "Tendrá la regla", dedujo alguien. Se llamaba Patricia, aunque al principio nadie la oyó cuando lo dijo. Luego, todavía en un susurro, contó que había estado vomitando toda la mañana.

La ambulancia no llegaba.

Quien llegó fue un chaval hortera con gafas de sol y anillos gordos en sus dedos flacos, que dijo: "Qué ha pasado? Yo la conozco". Y luego: "Bueno, de hecho soy su novio".

No le creí, pero fui la única. El chico se arrodilló junto a la chica, que no cambió de expresión, mientras alguien se quejaba de la lentitud de la ambulancia. El agente de una administración de fincas, vestido con un traje gris, se acercó y preguntó si podía hacer algo. Un argentino llegó con un vaso de agua caliente y una pajita de color naranja para que la chica bebiera.

Ella volvió a perder la consciencia.

Pum.

La mujercita llamó a urgencias de nuevo, y también lo hizo la dependienta de una zapatería desde la tienda. Y luego un flipado dijo: "soy enfermero, qué ha pasado aquí?". Y la enfermera contestó que estaba todo bajo control.

Agachada junto a la cabeza de aquella desconocida, pensé que no pintaba nada en aquella escena, rodeada de desconocidos que observaban y esperaban a que alguien se hiciera cargo. Algo, no sé qué, hizo que me estremeciera. La mujercita repitió al teléfono: "veintisiete, veintiocho años", y el presunto novio de la chica se escandalizó: "pero de qué vas, pava, si tiene diecinueve".

Había vuelto a abrir los ojos, pero la barriga le dolía tanto que lo que dijeran de ella le daba igual. "Será el apéndice", aventuró el agente de la inmobiliaria pegado a su carpeta de cuero. Ella sacudió la cabeza, y reunió fuerzas para contestar con hilo de voz que ya le habían operado de eso.

La enfermera me arrancó el bolso de Tous de las manos, la bolsa de Mamma Mía, y se los dio a su presunto novio. A mí ese tío no me gustaba, pero quién soy yo.

La calle se había llenado de curiosos; habría cuarenta, cincuenta personas, entre chavales que salían del instituto, currantes que iban a comer, señoras que habían bajado a comprar pan.

Recordé la historia que le pasó a una amiga mía. Tenía un pretendiente, un pretendiente pesado. Se conocieron de adolescentes y el destino (según él), la perseverancia de un obseso (según ella), los reunió años más tarde. Él la llamaba para quedar, ella le decía que no. Tenía mucho trabajo. Es cierto, escribía los discursos de un político importante y solía dormir tres horas diarias. Era una workaholic total. Él no entendía que a menudo el trabajo es peor que el más celoso de los amantes; hasta que ella no lo rechazara por culpa de otro hombre, no se daría por vencido.

Ella le puso la excusa de otro hombre, él no se la tragó. Seguía llamando. Le enviaba e-mails a todas horas. Le enviaba poemas, flores, canciones. Le aseguraba que era la mujer de su vida y que él la haría feliz.

Un día ella aceptó una cita. Lo hizo por cansancio, por hartazgo, para ver si así conseguía quitárselo de encima. Quedamos, vamos al cine, que así no tenemos que hablar, y cuando salgamos, tendré una llamada perdida en el móvil, un asunto urgente, ha estado bien, pero ya ves que ando muy liada, me tengo que ir, ya nos veremos, adiós.

Aceptó porque el trabajo la consumía, aceptó porque no sería para tanto, aceptó con la intención de estar borde, aceptó porque a veces te cansas de decir que no y aceptó, pues, porque sí.

Estaba realmente muy cansada, tenía un dolor de cabeza insoportable y le entraron náuseas. Se derrumbó en el asiento del cine y, nunca sabrá si fue por el calor de la sala o por culpa de la oscuridad, inmersa en aquel abismo de desconexión total, creyó primero que se estaba quedando dormida. Y justo antes de darse cuenta de que se había meado encima, comprendió que se desvanecía.

Le diagnosticaron estrés. Despertó en una cama de hospital, y lo primero que vio al abrir los ojos fue a sus padres con aquel hombre al que tantas veces dijo que no; aquel hombre con el que aceptó ir al cine para que la dejara en paz, hostia ya. Aquel hombre la peinaba y le decía "cariño" y la besaba en los labios como si fueran novios formales. De hecho, mientras ella estaba inconsciente, había dicho a médicos y familiares que llevaban meses saliendo juntos. Que planeaban casarse. Nunca ha pasado tanto miedo como entonces.

Porque, si hay algo que acojona más que descubrir la obsesión que has provocado en alguien son las consecuencias que se derivan de esa obsesión: primero presión y luego mentiras. Y quién sabe, quizá también violencia derivada del acoso. Lo peor, según mi amiga, eran las dudas que generaba aquel miedo: ¿quién le aseguraba que aquel tarado no la había envenenado mientras tomaban un café rápido antes de meterse en el cine? ¿hasta dónde estaría dispuesto a llegar? ¿o simplemente se estaría volviendo loca?

Ayer, mientras oía la sirena de la ambulancia por fin cruzando la Meridiana, recordé que mi amiga tuvo que cambiar de trabajo y de país oficialmente por culpa del estrés, en realidad porque temía a ese hombre o a sí misma. Habían pasado veinte minutos desde que aquella chica había caído a plomo en la acera, y ahí estaba ese hortera con gafas de sol, rebuscando en el fondo del bolso Tous su tarjeta sanitaria.

Quise convencerme de que estaba equivocada, de que, cuando ella despertara, lo haría segura y feliz junto a su príncipe.

Pero algo no encajaba.

Los gilipollas del 112 nos echaron de mala manera, "todo el mundo fuera, se acabó la función". Las dependientas volvieron a sus tiendas, y las marujas, al cotilleo mucho menos suculento de la televisión; los chavales compraron tigretones para comérselo después del porro, y el agente de la inmobiliaria se fue a enseñar un piso que total no venderá.

Todos volvimos a ese mundo inalterable en el que la gente hace cosas y no se desmaya, sin conocer el final del cuento de hadas o la película de terror, habrá sido un sueño o empezará la pesadilla. Entonces, con los auriculares en las orejas y una canción a medias en el iPhone, sentada en el vagón del metro, una pregunta seguramente tonta me pellizcó el estómago: ¿por qué, si aquel chico era su novio, no se ofreció a llamar a sus padres ni a nadie de la familia?