lunes, 28 de septiembre de 2009

During that time (Colombo II)



Traducción del catalán.


Colombo, 31 de julio de 2009
(mientras espero una Lion Beer y mi amor sobre ruedas está en el centro Pettah comprando una tarjeta SIM)

La selva se divisa a través de los cristales del aeropuerto, empañados por la humedad y el calor. Cambiamos dólares por rupias o petrodólares, palabra aceptada por la Real Academia de la Lengua aunque parezca mentira, y un señor con traje y zapatos lustrosos nos convence para que vayamos en uno de sus taxis. Las guías lo desaconsejan, pero nos da igual. Se llama Maxi porque cree ser lo más. Damos unas monedas al tío que carga las maletas y, por la cara que pone, le hemos dado poco.

El taxi arranca y nos adentramos en una mezcla casi absurda de Tailandia y el Caribe. No he estado ni en Tailandia ni en el Caribe, pero mi amor sobre ruedas sí, y me lo comenta. Lo de "mezcla absurda" es de mi cosecha, tal vez la mezcla no sea tan absurda. Son las cinco de la mañana y los niños ya juegan en los parques con el uniforme impoluto del colegio, las niñas van vestidas de blanco inmaculado y la gente camina por el arcén de la carretera como si fuera una calle principal.

Veo palmeras, perros, casas que se doblan bajo el peso de grandes anuncios de colores, veo figuras de santos enormes en vitrinas, figuras de Buda, veo basura, cuervos, motos, bicicletas, autobuses y tuk-tuks. Las señales de tráfico son decorativas.

El lugar de frenar, se pitan los unos a los otros, perpetúan una competición que consiste en ver quién es capaz de llegar más lejos sin detenerse, colarse es una afición. Nuestro conductor debe considerar muy divertido escurrirse entre los autobuses que no le hacen caso y pretenden cortarle el paso sin conseguirlo. Es falso que en Sri Lanka conduzcan por la izquierda; también lo hacen por la derecha y contra dirección.

Resulta curioso, pero no tengo miedo. Tampoco me asustan las cabinas con militares que cargan gastadas kalashnikovs. Uno de ellos nos para con un gesto desde lejos y nos pide el pasaporte, pero sólo porque no ha visto antes un pasaporte español. Lee correctamente: "Es-pa-ña".

La eñe suena a eñe.

Intento matar un mosquito que se ha metido en el coche. El taxista me da un trozo de papel higiénico. El mosquito no opone resistencia.

Recuerdo que esta gente es budista, y cree en la reencarnación. A lo mejor acabo de cargarme a la abuela del taxista.

El aire acondicionado estaba muy alto.

El hotel Galle Face se yergue con la elegancia y la moderación de los edificios coloniales, tiene ese algo de country club inglés. Hace ilusión ver una construcción ordenada (como mínimo descriptible) en medio de todo este caos. Un descanso para la vista y para los sentidos después de la saturación de emociones, acrecentada por un viaje de nosécuántashoras sin dormir, y un jet lag o sucedáneos.

Tras el hotel se levantan unos edificios terribles convenientemente borrados con Photoshop en su página web.

Ahora mi amor sobre ruedas dibuja a mi lado. Tenemos el Índico delante, gente que come a nuestras espaldas. Estamos sentados en el porche, sostenido por columnas y una balaustrada que aquí (y sólo aquí) queda bien. Hay palmeras y banderas y anoche se celebró una boda en esta misma terraza. Vimos la sesión fotográfica desde la tabla de ajedrez que se extiende en el centro del jardín. Mientras tanto, el sol se ponía en el mar.




Esto está lleno de cuervos. Me pregunto si Hitchcock pasó unos días en Sri Lanka.

El barrio de Pettah está petao. Por eso se llama Pettah. A mi amor sobre ruedas le encanta, a mí me estresa. Me pongo histérica cada vez que tenemos que cruzar una calle.

Fuimos a comprar billetes de tren para ir Kandy. Fuimos en tuk-tuk, y el humo de los camiones se nos metía en las narices.

Imposible comprar billetes en plena Perahera. La Perahera es una procesión para celebrar la luna llena. Milagrosamente, si le pedías al tipo del centro de turismo que te consiguiera una plaza en primera, conseguía que viajaras en ese tren. Siempre y cuando te alojaras en el hotel que él te recomendaba.

Ya habíamos reservado la guest house.

El barrio de Pettah no puede ser surrealista porque no tiene nada que ver con la realidad. En las calles se acumulan coches, motos, cajas, tuk-tuks, más cajas, gente que lleva cajas, gente que no lleva nada, gente que lleva dos sacos enormes sobre la cabeza, algunas mujeres, muchos hombres, ni un niño, fruta, comida caliente, comida maloliente, ropa, un negro hinchado sin camiseta, una vieja que pide limosna sentada en una silla de ruedas, perros famélicos o no tanto, gente en el suelo, carritos repletos de cajas, más cajas y dos turistas: mi amor sobre ruedas y yo.

No podemos ir por la acera porque no hay acera. Las furgonetas aparcadas se las comen. Entramos en una tienda oscura en la que venden cuadernos. Son preciosos, pero tienen rayas y no nos gusta dibujar ni escribir sobre líneas, como si te dictaran.

Tenemos la impresión de que no cabemos. Curiosamente, éste es el barrio donde menos nos molestan. No nos preguntan todo el rato si necesitamos un taxi, si necesitamos un hotel o si necesitamos algo.

Yo les contestaría: "¿Y tú?".






Pasamos por delante de un edificio extraño de arquitectura extraña en el que la gente se tumba a la sombra, evidentemente descalza.

Hace calor, quiero una cerveza, no venden cerveza en ningún sitio.

Mi amor sobre ruedas compra un coco de color naranja. Cuesta 15 rupias, ignoramos si es mucho o es poco para un coco. Parece poco. Mi amor sobre ruedas intenta comprar unas sandalias por 200 rupias. El vendedor del tenderete le dice que está como una cabra, que valen 2.900.

Creemos que nos seguirá cuando nos vayamos. El vendedor pasa de nosotros.

Para cruzar las calles que llevan al barrio de Fort tienes que estar tarado o ir muy tranquilo. De momento, no nos han atropellado. Creerán que, si matan a un turista, se reencarnarán en mosca. No, en mosquito con malaria, para picar a los turistas. No, en cuervo. Yo qué sé.

El barrio de Fort está lleno de accesos cerrados. Un militar o una militar te impiden pasar. Hay un montón de mujeres militares, pero ellas no llevan kalashnikov.

Tomamos una cerveza en el Hilton (mirar 30 de julio). Observamos cómo una garza se zampa un pez negro y enorme que buceaba en el estanque. La forma del pez se recorta en el cuello largo de la garza mientras se lo traga. Unos cuantos árabes con turbante toman té.

Luego vamos hacia el malecón. Tenemos que pasar por el World Trade Center. Tras una cortina, una srilankesa me toca las tetas por seguridad.

Intento sacar fotos de un edificio. Oigo que alguien me silba. Son unos militares que, desde la distancia, sacuden la cabeza para decirme que no.

Hemos ido a la estación por segunda vez esta mañana y no, definitivamente no queda un puto billete a Kandy. Dentro de unas horas descubriré que, como mínimo, hay que reservar plaza en primera con dos días de antelación. En plena Perahera, misión imposible. Por eso el vendedor de la taquilla se reía tanto, el muy cabrón.

He aprendido a decir bohoma istuti, que significa "muchas gracias".

Regresamos por el paseo marítimo, olas de tres metros, parejas agarradas de la mano, militares haciendo instrucción, un grupo de postadolescentes bromeando y enviando mensajes de móvil. Y ya, delante del hotel, cuando acordamos que Colombo es un lugar realmente feo, unos niños en uniforme hacen volar cometas de alquiler.



jueves, 24 de septiembre de 2009

Fotos encontradas en la calle


Todo empezó en una calle de Barcelona, un día cualquiera de 2001.




Descubrí que en París abundan las fotos sin dueño.




Amélie no tiene mérito. Empecé a coleccionar fotos antes de ver la película.



Regresé a Barcelona, y continué encontrando rostros a punto de ser pisados.



Personas anónimas llenan mis cuadernos.


La última, el miércoles pasado, en un banco de la estación de metro de Fabra i Puig.

A veces me pregunto cómo serán sus vidas.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Es Pelut

Le llamábamos "Es Pelut" porque llevaba el pelo largo y rizado, tenía una nariz poderosa. Pero antes incluso de que lo bautizáramos, lo veía pasar por delante de la casa de mis padres; caminaba pausadamente y como caminaría alguien sin preocupaciones, pantalones hippiosos de colores y aquella mochila de tela semivacía colgada a la espalda. Caminaba como a quien le importa un pito adónde va, cuándo llegará, si llegará, y qué más da.

Mi amiga la doctora se enamoró de él. Le gustaba su estilo. Le gustaba la aparente felicidad con la que se dirigía hasta la Riera, donde hay ratas y eucaliptos, y luego, no sé, podías verlo junto a los Institutos, una expresión neutra en la cara que tal vez fuera fruto de, pues eso, una alegría nihilista o quizá de un pasotismo hedonista. Mi amiga la doctora solía fijarse en tipos como él, tipos libres. Ahora mi amiga la doctora es lesbiana.

Quien le puso el nombre, sin embargo, fue otra amiga mía, la abogada. Mi amiga la abogada se lió con un amigo suyo que no tenía nada de libre, ni de hippy ni de tranquilo. Y un día, así sin más, aquel chico que veía pasar por delante de la casa de mis padres pasó a llamarse "Es Pelut". Él no lo sabía, no nos dirigíamos ni la palabra ni la mirada. Yo lo veía caminando hacia ninguna parte y pensaba: "Mira, Es Pelut". Luego le comentaba a mi amiga la doctora: "Avui he vist en Es Pelut".

Creo que nos conocimos en un callejón. Estaba sentada en el suelo frente a la puerta de un bar, en aquella época podías tomarte las pomadas en la calle sin que viniera la policía ni los camiones de la BCNeta que te sacan a manguerazos, entre otras razones porque en Mallorca no hay camiones de la BCNeta. La cuestión es que conocía al amigo des Pelut porque se había liado con mi amiga la abogada. Y bueno, el amigo des Pelut se sentó a mi lado, y Es Pelut se sentó con nosotros, y enseguida nos pusimos a hablar de no recuerdo qué.

Sí recuerdo que Es Pelut llevaba una petaca con coñac, o un licor de esos bastante abominables.
También recuerdo que nos llevamos bien.
Recuerdo que tanto él como su amigo elogiaron mi constitución ósea.

Pasamos la noche de fiesta juntos los tres. Fuimos a un bar de lesbianas y acabamos en un clandestino, borrachos como cubas, seguramente yo fumé algún porro pero no lo sé.

Y ahora iba a escribir que, sin apenas darme cuenta, me descubrí liándome con Es Pelut. Pero me ha venido a la cabeza un instante: estamos en el oscuro bar de las lesbianas, una luz azul eléctrica cae sobre la barra, el amigo des Pelut ha ido un momento al baño y no queremos que vuelva. Ignoro si nos habíamos cogido de la mano disimuladamente o ya nos estábamos besando.

¿Huimos? ¿Cómo saberlo? Nos recuerdo escondidos en los portales, entre los coches aparcados, también junto al muro de aquella residencia de ancianos. Él tenía una de esas novias de toda la vida. Según él, nunca antes le había sido infiel.

Y luego yo regresé a Barcelona, le envié un cuento, él me contestó con otro cuento, y así estuvimos una temporada contándonos historias de cafés aburridos, pelotas amarillo locura, manifestaciones universitarias contra Aznar, en realidad sin contarnos nada.

Mis letras, en aquellos folios reciclados, parecían arañas.

Una noche, en el bar de siempre, durante una visita sorpresa a Palma, noté que algo me golpeaba en la espalda. Una bola de papel. Al cabo de un rato, otra pelota cayó sobre la mesa en la que apoyaba la cerveza. En aquellas hojas estaba escrita la respuesta a un cuento que había enviado a Es Pelut. Era un cuento sobre conejos suicidas que manchan de sangre y sesos el piso de la vecina.

Me volví, y allí estaban Es Pelut y su amigo inseparable.

De nuevo salimos de juerga los tres.

El amigo des Pelut estaba celoso. Empezó a enviarme cuentos él también. Sus cuentos no eran tan buenos, eran cursis, grandilocuentes, y estaban escritos para seducirme.

Una tarde, llamaron a la puerta de casa, en Barcelona. Típico piso de estudiantes. Era el amigo des Pelut. Dijo que no tenía dónde pasar la noche. Mentía, pero dije pasa, porque en los pisos de estudiantes siempre sueles decir pasa. Quiso enrollarse conmigo, y aunque entonces yo casi nunca solía negarme porque daba más palo decir que no a decir "bueno, vale, pero luego lárgate", me negué.

Dio lo mismo, porque el muy cabrón volvió a Palma diciendo que nos habíamos acostado juntos. Y aunque mi amiga ya no estaba liada con él y me aseguró que le daba igual, sé que en el fondo le jodió un poco. Ese poco es mucho más de lo que jodí yo aquella noche.

Han pasado doce años desde entonces. Los cuentos desaparecieron del buzón. Acabé la carrera, trabajé todos los veranos, me fui a París, regresé, salí cuatro años con un cantante, la relación duró tanto porque era a distancia y distante; cambié de piso una, dos, tres, cuatro veces. Salí con un barman, un actor de culebrones, un escritor, dos o tres periodistas, un columnista, otro cantante, me lié con uno que iba de artista, otro que iba de profundo, un mago, un jefe, un fotógrafo, un crítico literario, otro escritor, un profesor de filosofía, un pianista, otro barman, un dependiente buenorro, un sociólogo que trabajaba en Correos, otro escritor y otro y otro, y otro periodista y otro, con un gay y su ex (en momentos diferentes), un actor de teatro, un estudiante de medicina, uno que no sé a qué se dedicaba, otro que no sabía a qué dedicarse, supongo que algún editor, un empleado de la cadena de montaje de Rubí y un capullo.

Me he encontrado al amigo des Pelut unas cuantas veces. La noche antes de que fuera padre, por ejemplo, y él llevaba un pedo de escándalo. Y luego, también, cuando se divorció. Y una tarde en la Fnac del Triangle. Y bueno, aquí y allá. La última vez, este mismo verano en Ses Voltes, en un concierto de Manel.

A Es Pelut, en cambio, no he vuelto a verle.

Sin haberle olvidado, no había vuelto a acordarme de él.

Anteayer tenía un mensaje suyo en la bandeja de entrada del Facebook. Decía que había leído mi libro, que las cartas, que el talento, que los veranos con las rodillas peladas y el pan con nocilla, el pino y la luz blanca. Luego añadía: "De repente he caído en la cuenta de que tal vez no tengas ni idea de quién soy".

Le contesté que sí, que la noche en el bar, las bolas de papel, el cuento de los conejos suicidas, y aquella tarde que fuimos paseando hasta una casa antigua que él dijo que había sido de su familia. Las raíces de los árboles levantaban las baldosas del patio, y en las grietas se acumulaba la pinaza. Alrededor crecía la ciudad como un cáncer implacable. Pero aquella casa continuaba allí, tras la gasolinera, testigo acojonado de un pasado que fue tranquilo como tranquilo era el paso des Pelut por delante de la puerta de mis padres.

Le contesté que también recordaba que me había contado algo de un primo esquizofrénico que no quiso medicarse y desapareció.

Le contesté que esperaba encontrármelo cualquier día frente a la casa de mis padres, como antes, de camino a la Riera; o en un bar de esos que ya no existen, en uno de los que no existían hace doce años. Le contesté que esperaba toparme con él en cualquier esquina, cualquier calle, o junto al mar en el Molinar, antes que reencontrarlo en Facebook. Le pregunté si aún lleva la petaca.

Respondió que no. Respondió que aún guarda mis cuentos y una foto carné en la que salgo rapada al cero.

Respondió que el azar nunca ha estado de nuestra parte. Y me contó que aquella segunda noche, los tres en el clandestino, él y su amigo dejaron que me fuera sola. Luego él se arrepintió y salió corriendo para ver si me encontraba.

Llegó a la casa de mis padres justo en el preciso momento en el que yo cerraba la puerta a mis espaldas.

lunes, 14 de septiembre de 2009

La clase

Vengo de buscar a mi sobrina al colegio. Hoy era su primer día. En realidad no es mi sobrina de verdad, es la hija de una prima mía que no podía ir a buscarla porque tiene depresión, o agorafobia, o alguna enfermedad que no la deja salir de casa. Mi prima se divorció cuando aún estaba embarazada, y a veces me paso por su apartamento para llevarle la compra, bajar las basuras, regarle las plantas o llevar la niña al colegio.

Lo de las plantas no entiendo por qué tengo que hacerlo yo, mi prima no necesita salir a la calle para regar las plantas, pero prefiero no protestar. Lleno la regadera con agua del grifo y empapo la tierra de dos geranios, algo así como un cactus, y dos ficus. Uno de los ficus está un poco pocho, pero a mi prima no le importa y a mí tampoco, la verdad.

Mi sobrina que no lo es del todo lloraba. Me ha parecido normal. Era su primer día de colegio. Iba despeinada, con el babi mal abrochado y la maleta de Hello Kitty vacía; se había comido el bocadillo que le he preparado esta mañana para el recreo. Le he preguntado qué le pasaba, si sus compañeros de clase son unos hijosdelagranputa que merecen una tunda, una zurra, un parte o unos azotes.

Lo bueno de no ser madre es que no hace falta ser políticamente correcta. Si esos cabrones le hacen bulling a mi sobrina se van a enterar.

Mi sobrina que no lo es del todo ha dicho que no se trata de eso. "No, no es eso", hipaba mientras se limpiaba los mocos con la manga del babi. Y eso es lo malo de mi sobrina, que nunca cuenta nada. O sea, dice: te equivocas, no se trata de eso. Pero no te dice de qué se trata en realidad. Con lo cual, tienes que preguntar y preguntar un montón de cosas antes de sacarle cuál es el problema.

Le he preguntado si es que el bocadillo estaba malo, si es que todo el mundo comía tigretones y pan con nocilla y su bocadillo de queso le ha parecido soso. Bueno, ha dicho, la verdad es que podías habértelo currado más. Pero en fin, el bocadillo no es la fuente de sus desgracias.

¿Entonces? Le he preguntado si es que se ha caído de los columpios, si es que el chico más feo de la clase le ha pedido para salir, si la pija tonta se ha reído de sus Victoria. Y ella ha reconocido que ya podíamos comprarle unos zapatos buenos de marca, que esos de tela son una mierda, y encima hoy ha llovido y se le han mojado los pies. Le he contestado que no puede decir mierda.

Íbamos caminando por Gràcia, ella no quería darme la mano porque ya es mayor "y pareceríamos lesbianas". Hacía un buen rato que ya no lloraba, pero continuaba con la barbilla pegada al pecho, mirándose los zapatos empapados, y arrastrando su mochila de Hello Kitty, sin contarme qué le había pasado.

La profesora es una pedorra. No. Eres alérgica a la tiza. No. La decoración del aula te ha puesto enferma. No. Se ha muerto el hámster. Vuestro delegado de clase se llama Gripe A. Tampoco. Os han puesto un montón de deberes.

De repente, mi sobrina que no lo es del todo se ha vuelto hacia mí muy lentamente, como en una película de terror, y me ha mirado con los ojos entrecerrados, frunciendo el ceño. "Oye", me ha dicho, "¿sabes que eres un poco plasta?". Me ha dado un miedo que te cagas.

Hace poco fui a ver al cine la historia de una tía que adopta a una niña a la que sus padres han estado a punto de achicharrar en el horno, y bueno, la niña es un encanto y tal, pero resulta que todo el mundo muere a su alrededor, y claro, la protagonista se acojona, porque desde que adopta a la niña, se queda sin novio, se queda sin amigos, se queda sin casa. Un desastre. Resulta que la niña viene a ser como la del Exorcista pero sin glamour (no vomita de color verde ni nada, tampoco le da vueltas la cabeza, es un poco fraude). La cuestión, que cuando mi sobrina me ha contestado así, que soy un poco plasta y eso, he pensado que tal vez podría ser un diablo y por eso mi prima siempre está encerrada en casa, porque está poseída, o tiene miedo, o yo qué sé.

Me he metido en un bar y he comprado un helado. A mi sobrina se le han iluminado los ojos, porque creía que se lo iba a dar, pero no, lo que he hecho ha sido lamer el helado con toda la lengua. Ella se ha quedado un poco descolocada. Y cuando por fin se ha atrevido a pedirme que le comprara otro le he contestado que ni de coña, que está como una foca, y que si come guarradas va a acabar con el culo como un pandero. Insisto, lo que más mola de no ser madre es que puedes ser todo lo cabrona que merecen esos niñatos.

Entonces mi sobrina que no lo es del todo se ha puesto a llorar otra vez y ha dicho que hoy era el peor día de su vida, y que era una desgraciada, que nadie la quería, etcétera. Nos hemos sentado en un banco de la plaza Virreina y le he dado mi helado. Eso también mola de no ser madre: puedes ser todo lo contradictoria que quieras. Además, a mí el dulce no me gusta, he comprado ese helado para joder.

Y bueno, mi sobrina me ha contado que cuando ha llegado a clase, todos tenían un ordenador en el pupitre, un portátil. Y que se ha puesto muy contenta porque era bastante chanante. El problema es que, de repente, se ha encendido la luz verde de la webcam (cómo sabe una niña de seis años y medio lo que es la luz verde de una webcam es otra cuestión).

No se lo ha comentado a nadie porque creía que quien los estaría observando sería el director, para que no robaran los ordenadores. Pero luego ha empezado a rayarse. No podía apartar la vista de esa cámara que la enfocaba. Aprender a sumar y restar con ese ojo siempre clavado en la frente tiene que ser bastante jodido.

Al cabo de un rato, la secretaria del centro ha golpeado suavemente la puerta y le ha pedido a la maestra que saliera un momento. Los niños, claro, se han puesto a chillar y a lanzarse pelotas de papel y lápices y bolígrafos y alguno se ha enganchado a la Nintendo y otros daban patadas y otros pintaban en la pizarra, lo normal. Mi sobrina, mientras tanto, se fijaba en los otros ordenadores de la clase. Nadie, salvo ella, tenía la luz de la webcam encendida.

Cuando ha vuelto la maestra, han corrido todos a sus sitios. La maestra estaba algo alterada, tenía los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas. Ha mirado a mi sobrina furiosa, con auténtica rabia, y luego ha seguido dando la clase aparentando indiferencia, pero mi sobrina notaba que aquella mujer la odiaba.

Normalmente no cambian de profesor, pero hoy daban una asignatura nueva, algo sobre la ciudadanía, y ha venido una chica muy joven y amable a explicarles cómo tienen que saludar a las personas en los ascensores, y a contarles que el diálogo siempre es mejor que dar una hostia. O sea, tan útil y tan obvio como enseñarles a combatir la gripe A.

Mi sobrina no lograba concentrarse porque la luz verde de su webcam continuaba encendida. No sabía a quién imaginar al otro lado, pero alguien estaba allí, y estaría viendo su pelo recogido con dos clips, su babi mal abrochado a rayas, estaría viendo sus ojos grises y su expresión inquieta, su angustia.

Al rato, han vuelto a golpear la puerta, pero esta vez secamente, tres golpes muy rápidos. Y antes de que la profesora de ciudadanía pudiera contestar un "¿sí?", un "adelante", un simple "pase", ahí estaba el director del centro, rojo como un pimiento. Ha corrido hasta el pupitre de mi prima, sacando humo por las orejas, y la ha arrancado literalmente de la silla. La ha apartado de su ordenador y se ha puesto a buscar un cable, un WiFi, algo que explicara que ese ordenador, y sólo ése, estuviera conectado a Internet. Algo que explicara cómo podía estar alguien observando a mi sobrina desde la distancia.

"¿Y qué ha pasado después?", le he preguntado a mi sobrina que no lo es del todo.
"Que me han sentado en una mesa sin ordenador".

Nos hemos quedado un rato en el banco sin decir nada, mi sobrina balanceaba los pies mientras se comía el cucurucho, y enseguida han llegado tres palomas asquerosas y tullidas a comerse las migas. Luego ha empezado a llover otra vez y nos hemos levantado para ir a casa.

"Era mamá", me ha dicho mi sobrina que no lo es del todo. "Se ha pasado el día mirando qué me enseñaban en clase, y cuando algo no le gustaba, llamaba al colegio y se quejaba".

Mi sobrina ha deslizado su mano pringosa de chocolate hasta la mía, la ha apretado con fuerza. Pero yo estaba mucho más asustada que ella.

sábado, 5 de septiembre de 2009

During that time (Colombo)




Diario de nuestro viaje por Sri Lanka en agosto de 2009 (traducción del catalán).

Colombo, 30 de julio de 2009
Hotel Hilton. En caso de atentado, somos susceptibles de contarnos entre las víctimas.
(nota posterior: irónicamente, el atentado tuvo lugar en Mallorca).

Los aviones de Srilankan Airlines son como los demás: tienen dos alas, y ventanas a ambos lados y tres filas de asientos. Nos tocó una de esas filas que están en medio del pasillo, al lado de una pareja de alemanes que no tenían ni puta idea de inglés y que seguramente trabajaban en una cadena de montaje y habían ganado un viaje a Negombo en un concurso de la televisión. Les ayudamos a rellenar los papeles del visado.

Las azafatas iban vestidas de srilankesas. Llevaban un vestido muy bonito que dejaba al descubierto sus michelines, y los ojos pintados de azul. Mi enchufe para los auriculares estaba estropeado y tuve que pasarme el viaje jugando al reversi contra el ordenador central HAL.

Salimos de Frankfurt a las 15h, hora europea. Mi amor sobre ruedas dijo que no podría dormir, pero se quedó dormido enseguida.

Unas filas por delante se sentó una niña que lloraba. No. Gritaba. Chillaba. Berreaba. La niña se pasó las 10 horas de viaje chillando, gritando, berreando y llorando sin parar. Le habría metido la cabeza en la taza del water y hubiera tirado de la cadena. Si el infierno existe, es un vuelo transoceánico lleno de niños histéricos que no te dejan dormir y encima hay turbulencias y no puedes mear porque los baños siempre están ocupados y apestan y te ha tocado sentarte al lado de uno de esos baños.

La niña chillaba y yo la habría tirado por la ventana. Mientras tanto, mi amor sobre ruedas dormía como un angelito.

Cuando estábamos a punto de llegar, el comandante nos anunció que intentaría aterrizar con delicadeza, pero que tuviéramos controladas las salidas de emergencia por si acaso. Fue muy alentador.

(escrito en el hotel Hilton, rodeada de señores con turbante, después de un agotador día por los barrios Fort y Petha de Colombo. No nos alojábamos aquí, pero necesitábamos imperiosamente una cerveza y aire acondicionado y las vistas a un jardín pijo con una tortuga extraña y una grulla que se comía un pez del estanque y se marcaba la forma del pez en su cuello largo mientras lo engullía, igual que en ese dibujo de El Principito que parece un sombrero pero que en realidad representa una serpiente que se ha zampado a un elefante).

jueves, 3 de septiembre de 2009

En el armario

Me enteré de que estaba en la cárcel por un amigo en común. Lo conocí en primero de carrera y me cuesta creer que sea culpable de los cargos que le imputan.

Estaba con ese amigo cenando en un restaurante junto al mar, el verano se agotaba con el mismo bochorno cansado de estos días, y respondí presa de esa rara excitación que provoca conocer a alguien presuntamente malo, muy malo. Hacía años que no veía a aquel chico. Miento, lo había visto una noche en un bar. Me dijo: "Te escucho por las mañanas en la radio". Y claro, de repente se me ocurrió que ése podía ser el gesto propio de un loco, de un psicópata, alguien que me siguiera por las ondas y hasta donde fuera.

Una teoría absurda, sin duda, pensé mientras me llevaba un trozo de pescado a la boca. Pero es lo jodido de que te etiqueten: la gente tergiversará sus recuerdos para que se adecuen a tu supuesta naturaleza retorcida. A él le gustaban las chicas, se enamoraba con una facilidad infantil. Pero era tan recatado que, cuando una le gustaba, sonreía a lo Pasqual Maragall, hasta que los ojos se reducían a una línea muy fina, ocultos bajo sus pestañas espesas.

También le gustaban el fútbol y el cine, creo, pero de cine no hablábamos mucho. Del Barça tampoco. Era un poco pijo, llevaba fulares y cosas así, y solía tener una amiga favorita, que era de la que sospechabas que estaba enamorado. Pero nunca se atrevía a hacer más que llamarla a menudo por teléfono o pasarle un brazo por los hombros. Lo que hacen muchos gays con sus mejores amigas: confidencias, cotilleos y unas risas. Pero él no era gay.

Algunos dicen que era un poco raro. A mí nunca me lo pareció. Un poco excesivo, tal vez, un poco payaso; aunque respetando el coñazo ése de lo políticamente correcto. Siempre tenía que dar la nota o ser más ingenioso que el resto. Bueno, pensé que retrataba a la perfección lo que, con el tiempo, acabaría describiendo como el "típico barcelonés".

Antes de salir por Barcelona, empecé a hacerlo por Esplugues. De allí era mi mejor amiga, a la que él llamaba "la bruixeta" porque un día ella le contó que de pequeña hacía ouijas a la hora del recreo y que la habían exorcizado a la tierna edad de once años. Primero se enamoró un poco de ella, pero luego debió pensar que llevaba un rollo demasiado duro.

Y la verdad es que La Bruixeta era una chula de cuidado, por eso nos hicimos amigas. Salía con un chulo que quería dar aún más miedo que ella, y que un día abandonó Esplugues con el vaticinio: "Hala, aquí os quedáis, me voy a triunfar a Madrid". Años más tarde ganó un Goya.

La Bruixeta, por su parte, se casó con un futbolista, tuvo un accidente de coche, le pusieron unos clavos en el cuello, tuvo una hija que se quedaba sin aire. Y ahora la niña tiene dos años y medio, pero mide lo mismo que una niña de uno, y no le crece el pelo.

En fin, que mientras La Bruixeta formaba una familia, al chico que le puso el apodo lo metieron en la cárcel. Y entonces los periodistas le pusieron un apodo a él.

Mientras nuestro amigo en común me contaba lo que presuntamente había hecho, sentados en el restaurante junto al mar, sentí miedo. Mucho miedo. Acababa de darme cuenta de que no sabía qué me asustaba más: que aquel chico con el que había descubierto Barcelona fuera culpable. O al contrario, que fuera inocente.

Fue precisamente La Bruixeta quien me lo presentó un día en los ferrocarriles, a la salida de clase. Y él y otros compañeros empezaron a invitarme a salir con ellos los viernes por la noche. Pero la verdad es que no recuerdo ninguno de los bares a los que íbamos los dos primeros años de carrera. Sí recuerdo que en una ocasión pasamos a recoger a otra compañera a su casa, y que la tía loca había copiado los apuntes de Teorías de la Comunicación en inmensas cartulinas que después colgó en las paredes, de manera que, mirara donde mirara, siempre podía repasar la lección.

También amortizábamos horas infinitas en el bar de la facultad, cafés, cervezas y conversaciones intranscendentes, y estuvimos en el mismo grupo de Fotografía. Lo sé porque todavía guardo fotos suyas en blanco y negro sobreexpuestas y borrosas y desenfocadas. Luego simplemente fuimos distanciándonos. Él empezó una nueva carrera en otro sitio, y ya.

Al enterarme de que estaba en la cárcel, revisé con cuidado aquellos momentos que nunca me había esforzado en recordar, supongo que buscando alguna pista, algún indicio, cualquier detalle que evidenciara lo que, de todos modos, nunca es evidente. Cuando los vecinos del asesino salen por la tele siempre dicen que "parecía tan normal".

De todos modos, no quise obsesionarme. Las veces que por casualidad me encontraba con otro compañero o compañera de la clase en un bar o en la calle, esperaba que me dijera: "¿te has enterado?", antes de hablar sobre el tema. Pero casi ninguno no lo hacía, seguramente porque no tenían ni idea.

Uno de ellos me contó que le había escrito a la cárcel y que pensaba ir a visitarlo. Estábamos en un bareto ruidoso lleno de humo con la música a toda hostia al que va la gente que quiere echar un polvo con un actor o una actriz de culebrones. Y, al preguntarme lo de "te has enterado?", tuve un escalofrío. Volví a sentir el miedo de la primera vez, cuando no supe determinar si me asusta más saber que aquel tío es un criminal, o comprender que cualquiera de nosotros puede acabar injustamente entre rejas.

También me contó que su madre no había podido soportar el disgusto y murió de un cáncer fulminante.

Hace un rato he encontrado una página en la que sus amigos cuentan cómo le conocieron. Unos lo hicieron jugando a fútbol en el cole, otros en aquel ferrocarril infinito que nos llevaba y devolvía de la universidad.

Uno pone que lo odiaba. Que odiaba sus fulares y ese gesto paternal y colega con el que pasaba un brazo sobre los hombros de sus mejores amigas, y odiaba su histrionismo puntual. Lo odiaba porque sí, porque era el típico que tenía que caer simpático. Hasta que pasó algo.

Ese chico al que no recuerdo relata una noche que también había olvidado. Acabamos unos cuantos, no sé por qué, en casa de un francés que decía ser pianista o de un pianista que decía ser francés. Ignoro qué hacíamos allí con nuestras latas de cerveza, y el tipo ése francés sólo tenía ginebra. El chico que acabó en la cárcel se rió de él con esa elegancia exasperante para quienes pillan la burla; le dijo que él también era artista, que trabajaba con materiales. El pianista no era de los que pillan burlas y creyó haber conocido a un alma gemela.

Como siempre que voy borracha y me pregunto cómo he llegado hasta aquí, decidí largarme. Desaparecí sin más.

Al rato, él me buscó en los armarios de la casa de aquel pianista. En los armarios de la habitación y también en los de la cocina, para ver si me había escondido junto a la fregona. En su relato, el chico al que no recuerdo cuenta que, simplemente por aquel momento, dejó de odiar al que ipso facto se convirtió en su amigo.

Yo sigo preguntándome si los monstruos se ocultan en los armarios.