jueves, 16 de abril de 2009

Niños perdidos

A veces me siento en la plaza que hay debajo de casa. Es una plaza peculiar. Alguien le arrancó una esquina. La plaza está rodeada de arcos, menos en una de sus esquinas. Ahí sólo hay un bloque de pisos color salmón. 

Los demás edificios de la plaza son bajos, de dos plantas. Una de las casas está partida por la mitad. La ventana está dividida en dos. Ambas mitades se venden. En los carteles aparecen distintas empresas, y distintos números de teléfono.

Me siento en el banco y observo la fuente. Miro cómo juegan los niños alrededor de la fuente. Intento que me gusten. Miro a esos niños y me interesan tanto como las personas que se llaman adultas. No veo muñecos, como ven muchas madres en sus propios hijos, no veo en ellos a unos seres encantadores, ni me apetece achucharlos ni nada parecido. 

Uno le lanza un globo de agua a otra, el globo se rompe y salpica, una patina sobre unos patines de línea, cinco le dan patadas a una pelota, aquella llora y aquella otra está a punto de caerse de la bicicleta. Y qué.

Qué se supone que tendría que sentir. Por qué la gente dice que son tan monos, y les hace carantoñas en el vagón del metro, y por qué las mujeres aseguran que ya me llegará el instinto, y por qué santo coño tendrían que gustarme los putos niños.

Tengo un montón de primos. He hecho de canguro a unos cuantos. En tercero de BUP, me lo tomé en serio: fui monitora en un centro de acogida infantil. Iba los lunes, tres horas. Tenía ocho chavales a mi cargo; estudiaba con los mayores, bañaba a los más pequeños. Algunos pasaban la noche con sus padres; otros pasaban el fin de semana con ellos. La mayoría, ni eso.

No lloraban nunca. Recuerdo aquella niña perdida que nunca crecería. Estaba en el patio cuando llegué, y creí que se había disfrazado de mapache. Hice alguna broma al respecto, le dije: venga, que tenemos que subir, se hace tarde. Acababa de cumplir dos años. Era muy pequeñita, casi cabía en la palma de mi mano. En cuanto me acerqué, vi que no se había pintado, no se había disfrazado de mapache: le habían puesto los dos ojos morados.

También recuerdo aquella vez que bañé a Toni. No era la primera vez que lo bañaba, pero sí fue la primera vez que vi golpes en su espalda, tenía hematomas en las piernas, arañazos en los brazos, siete años. Le pregunté que cómo se había hecho eso. Respondió: "Me caí en la calle del Socorro".

Pasé dos años en aquel centro, todos los lunes, tres horas. Intentaba sentir cariño, intentaba sentir amor; como mínimo, compasión. Sólo conseguía tenerles afecto. He olvidado los nombres de casi todos. Había cuatro hermanos, dos chicos y dos chicas, sus padres no querían ocuparse de ellos. Una pareja adoptó a la más pequeña. Antes he mentido: aquel día lloraron.

Estoy en la plaza, debajo de casa, y sería muy sencillo interpretar que estos niños son felices. Lo parecen, porque juegan. Todos solemos decir que éramos felices, de pequeños; pero olvidamos que entonces, aunque fuera porque nos habían castigado sin tele, aquella nos parecía la más cruel de las desgracias.

Mi primera amiga fue invisible. No tenía nombre porque yo era plenamente consciente de que no existía. Mis hermanos sí eran reales, aquella amiga no era ni rubia ni morena, ni alta ni guapa ni fea. Era invisible. No era. Yo caminaba por el campo arado, los pies llenos de tierra, se me torcían los tobillos y le anunciaba en voz alta lo que íbamos a hacer: ahora iremos a ese algarrobo, y subiremos y tú fíjate bien y ya verás como los gallos gritan socorro. 

Socorro otra vez.

A mi segundo amigo lo conocí telepáticamente. Creo que se llamaba Marc, o Marcos, o Mark, y puede que viviera en Madrid. Me sentaba en un rincón del patio, a la hora del recreo, debajo de una de esas moreras que pringaban tanto. En el colegio, dábamos de comer sus hojas a los gusanos de seda que apestaban en una caja de zapatos; las flores de ese árbol nos las comíamos nosotros antes de que se abrieran. Ignoro si eran comestibles.

A la hora del recreo, me sentaba debajo de una de esas moreras alejadas del campo de fútbol, y me concentraba mucho, mucho. Y entonces hablaba con Mark. Yo tendría unos diez años, él unos doce. Era rubio, me lo dijo. Y eso es lo poco que recuerdo: su edad, el color de su pelo, su nombre. Ni siquiera estoy segura de que fuera de Madrid. 

De pequeña, me daba mucho miedo ir a Madrid. Creía que el avión se estrellaría, que ETA habría puesto un coche bomba que estallaría a mi paso. Años más tarde, le conté esto a un desconocido y me miró con horror. Dijo: un niño no piensa en la muerte, tú no has tenido infancia.

A veces, por las noches, soñaba con mi amigo telepático. Supongo que estaba muerto. Mi amigo Lou dice que los sueños son el lenguaje de los muertos.

Los niños de la plaza están vivos como la fuente. Y saltan y chillan y corren y vienen a hablar conmigo. Soy incapaz de ver a los niños. En ellos sólo veo personas. Personas con sus problemas, sus alegrías, sus cosas. Siento por ellos lo que sentiría por cualquiera. Algunos me caen bien, a otros les daría de hostias. Odio a los críos, odio a los niñatos, me encantan los risueños y también los cascarrabias. Trato a los niños como trataría a cualquiera, sólo que no les invito a una cerveza.

La profesora llamó a mis padres. Mis padres preguntaron. No podía decirles que tenía un amigo telepático. Un compañero de clase era epiléptico y eso ya me parecía lo suficientemente complicado. Dije simplemente que los niños me parecían idiotas, por eso no jugaba con ellos.

Pero no se trataba de eso. Ojalá hubiera sido así, porque eso, por lo menos, habría resultado infantil.

Dos de ellos se han sentado conmigo y me hacen preguntas: ¿por qué estoy sola? ¿Por qué fumo, si es malo? ¿Por qué llevo el pelo tan largo? ¿Cuántas horas más o menos tardo en peinármelo? Se me ha roto el vaquero. ¿Tengo algún Pokemon? Se llaman Jordi y Marc. Tienen cinco años y medio.

Les pregunto qué quieren ser de mayores. Marc se encoge de hombros y suspira: "Tenemos tiempo para pensarlo". Es rubio.

Toni está en la cárcel. Mató a su padre.

A veces me pregunto si sé lo que es de verdad un niño. Creo que ni siquiera me consideré uno de ellos.

Tal vez todos los niños son amigos invisibles.

domingo, 12 de abril de 2009

Beaufays


Provengo de una familia de burgueses belgas. Ignoro si los belgas existen, pero me consta que existen los burgueses. Mi madre estudió en París, vivía en los Champs-Élysées, ahí donde ahora está el hotel Maxim's, en la avenida Gabriel. Las hermanas de mi abuelo viven en una abadía, en un pueblo cerca de Lieja que se llama Beaufays. 

Tante Nenette es hipocondriaca, y sólo sale de la cama para reponer las flores de la capilla unos minutos antes de misa. Tante Nenette vive en el ala oeste de la casa, siempre lloriquea, y a mí me hace reír aunque pretende dar pena.

Tante Nicole vive en la parte central. Su marido era historiador, y de él heredó una cultura envidiable y una biblioteca infinita. Por las noches no puede dormir, le duelen las piernas. Camina. De día recoge tomates del huerto.

Tante Pierrette no ha leído un libro en su vida. Dejó de fumar, tendrá casi noventa años y, siempre que la visito, me enseña orgullosa cómo se toca con las manos la punta de los pies sin doblar las rodillas. Hace un par de meses, se casó una de sus hijas. Ella tuvo dolor de barriga durante la ceremonia. Un dolor muy fuerte. La llevaron a urgencias. Descubrieron que la noche anterior se había comido un pedazo de la ensaladera de cristal sin darse cuenta. Ella dijo: "Creí que era un trozo de pepino".

A veces voy a verlas. Duermo en casa de Tante Nicole. La casa huele a madera, a jamón ahumado y a café. Duermo en una cama alta, bajo un montón de mantas, hay casi cien habitaciones y las bañeras tienen patas. Mi cuarto está justo encima de la escalera que da al estanque.

Cada hora, suenan las campanas de la capilla. También suena el tictac pausado de los relojes de pared. Los cisnes murieron. Eran cisnes cabrones y negros.

Celebramos el centenario de la casa y del linaje cuando yo tenía trece años. Los burgueses son así: se reúnen de vez en cuando para comprobar que no hay errores en el árbol genealógico. Éramos más de setecientos. El árbol ocupaba toda la pared de un pasillo interminable.

En el árbol aparecía mi tía. También aparecía la hija de mi tía. Mi tío no. Mis tíos no están casados. A mi prima, en el árbol, le pusieron el apellido de su madre. Su padre, al ver eso, flipó. Todos los españoles flipamos. Y nos reímos un rato. Ils sont fous ces belges! Non, ils sont cons.

Mis hermanos y yo también aparecíamos, en una rama de color verde. Sólo teníamos el apellido mallorquín porque los belgas sólo utilizan el primer apellido.

Para conmemorar el centenario, se celebró una misa multitudinaria. Recuerdo que me escondí con mi prima Marie en las escaleras de Tante Pierrette. Tante Pierrette es la abuela de mi prima Marie. Nos escondimos en las escaleras, y oímos un ruido que venía de arriba. Nos asomamos temerosas por la barandilla, y vimos a mi primo Olivier, que también se asomaba temeroso, porque, como nosotras, se había escondido en la misma escalera para huir de aquella misa multitudinaria.

Estuvimos viendo la tele mientras los demás rezaban por nuestras almas. A otra prima mía la obligaron a tocar el arpa. 

Cuando voy a visitar a las hermanas de mi abuelo, me gusta el sonido de la gravilla bajo mis pies. Me gusta la cabaña que mi tío Vincent construyó sobre un árbol. No me gusta que para frenar con la bicicleta tengas que pedalear hacia atrás. Me gustan las conversaciones en la cocina con Tante Nicole. Me gusta ponerme las katiuskas. Me gusta que el retrato de mi tatarabuelo muerto sea la viva imagen de mi abuelo. No me gusta el vino caliente. 

Evidentemente, me gusta la cerveza.

Uno de mis primeros recuerdos es del jardín de aquella casa: unos desconocidos me saludan, me da vergüenza hablar con ellos, me escondo bajo la falda de mi madre.

Los belgas se casan enseguida. Los burgueses belgas averiguan tu apellido, lo buscan en un libro, y si está, también se casan.

De vez en cuando, nos llega un e-mail con los datos de todos los miembros de la familia. Esos datos incluyen dirección electrónica y postal, y estado civil de cada uno. También incluyen los datos de nuestros cónyuges y nuestros vástagos.

Los burgueses catalanes son distintos. Los burgueses catalanes se jactan de haberse educado por encima de la Diagonal. Las noches de fiesta se divierten contigo, tú también te diviertes. Prometen que te llamarán. Y estoy segura de que, en el momento en el que te lo dicen, tienen la intención de cumplir su promesa.

Pero luego sale el sol, ven la luz, y saben que tu apellido faltará en un libro no escrito. Aprendí muy pronto que no hay que esperar. 

También aprendí que no es lo mismo un burgués que un pijo. 

Un día recibí carta de un primo lejano, un primo belga al que no recuerdo haber visto. Decía que había comprobado que estaba soltera, que si quería casarme con él.

Me educaron para que comiera con la espalda recta, mantuviera ambas manos sobre la mesa y supiera utilizar cada uno de los cubiertos, masticara con la boca cerrada. Me educaron para que dijera por favor, perdón y gracias.

A veces, tras una noche divertida, lo olvido, pero me alegro de haber perdido todo lo demás.

domingo, 5 de abril de 2009

Estaba escrito

espero que nunca se entere de esto (c)



Uno

Estamos en Madrid. Hemos hecho el viaje con resaca. Es viernes y volvemos a estar borrachas. Junto a la barra, Sophie les cuenta el pedo que pillamos la noche anterior. Un tío con gafas dice que tengo un inmenso dolor existencial y que él puede ayudarme a extirparlo. Primero me río de él, luego me carga. Su amigo me encanta. 

También nos acompañan: la típica chica guapa, lista, inteligente, ingeniosa, fracasada con los hombres, nadie sabe bien por qué; un compañero de esta chica; dos mexicanos; una mexicana cuya existencia resulta dudosa; y un tipo que publicó que quería follarme.

Saber que alguien follaría contigo, aunque lo dijera en broma, te da la seguridad de quienes triunfan cumpliendo deseos. Si quiero, puedo ser un hada esta noche, o un genio de la lámpara. Apagada, mejor.

Me pregunto si los hombres son capaces de bromear con estas cosas.

Voy a mear. Lo digo en voz alta. De camino al baño, veo a un fantasma. Entonces no sé que lo es. Es un chico guapo, alto. Miento: es uno de los hombres más guapos que he visto nunca. Pero eso es normal, porque voy ciega.

Lo miro con esa mezcla de sorpresa, interés, lascivia, picardía y complicidad de quienes tienen apenas un segundo para expresarse. Un segundo para cambiar quién sabe si la próxima media hora, la noche entera o el fin de semana; sólo las inseguras añadirían que toda una vida.

Un minuto después, se reúne conmigo en la puerta del baño. El baño está ocupado. "¿Estará haciendo cosas malas?", pregunta. "Eso espero", contesto. La alternativa apesta. "¿Qué te parece ese cuadro?", dice el chico guapo, y también: "lo he pintado yo". Justo en ese momento, sale la chica del baño, la reemplazo, y cuando acabo de hacer pis sin tocar la taza, el chico guapo ha desaparecido. Por eso creo que es un fantasma.

Vuelvo a la barra. El psicoanalista diagnostica que soy un tío, una lesbiana reprimida o un hemafrodita neuronal: si actúo así es porque el sexo masculino me asusta. Su amigo y Sophie hablan de editores, creo, de maestros y de libros. Uno de los mexicanos cumple años, el otro es escritor y, como todos los escritores, se considera aún mejor de lo que sospechamos los demás. La chica y su compañero de trabajo charlan con el tipo que publicó gratuitamente que quería follarme en un blog. El tipo no recuerda haber publicado eso. 

Publicidad: Divulgación de noticias o anuncios de carácter comercial para atraer a posibles compradores, espectadores, usuarios, etc. 

Soy objeto de deseo. Puedo comprar su oferta a buen precio: follemos.

El fantasma reaparece. "¿Has visto el cuadro?", pregunta. No. Me lo enseña. En el cuadro hay un perro marrón y encima del perro pone: "Dog". En el cuadro hay una flauta y el pintor fantasma dice: "Me inventé una palabra. Flaute no significa nada". Al lado de la flauta pone: Flaute

Le digo que el cuadro está bien y eso. Qué voy a decirle. El tío está muy bueno, yo estoy de verdad borracha. El pintor fantasma se queda unos segundos en silencio, y me mira con ternura o algo peor, y hace esas cosas que salen en las películas: cerrar los ojos y acercar su boca lentamente a la mía. Es alto y guapo, y respondo: "Pero qué haces", y me voy corriendo.


Dos

Ahora es sábado. Sophie y yo hemos dormido apenas cuatro horas por segunda noche consecutiva. Son las cinco y media de la tarde, volvemos a ir borrachas. Estamos en un bar llamado Picnic con el amigo encantador del psicoanalista pesado y con el chico que publicó que quería follarme. No he follado con él, pero soy consciente de que puedo hacerlo cuando me dé la gana. Él está aquí porque cree que también puede. 

Sophie se ha enamorado del camarero. El camarero es casi tan guapo como el pintor fantasma. Sophie decide escribirle una nota en la hoja de una Moleskine. Se pasa horas redactándola. Pone: "Hola, me llamo Sophie. ¿Te gusta Pete Dello?". Luego añade: "Creo que me he enamorado un poco de ti".

Le damos la nota al camarero. El camarero sonríe y pone una canción de Pete Dello. Sophie la oye y se cae de la silla. En ese momento entra un amigo del amigo del psicoanalista, y presencia cómo Sophie se cae al suelo, y piensa: "Nunca había provocado esta reacción en una mujer". Deduzco que es ingenuamente feliz.

Sophie y el camarero se escriben notitas toda la tarde. Me gusta la parte en la que el camarero apunta: "Salgo a las nueve (seguramente antes que vosotros)".


Tres

Le pido que demos una vuelta a la manzana. Miramos esos zapatos que penden de un cable que cruza la calle, y miramos a una señora que habla con su nieta en el balcón, y miramos el cielo o la luz, y le digo que me gusta Madrid. Pero no me gusta ni por los zapatos colgados del cable, ni por la vieja y su nieta, y en parte sí por la luz. Intento descubrir si es un robot. Le hago un test de Turing. No responde a ninguna de mis preguntas. Sabe que son preguntas trampa. Dice cosas como que el amor no existe. Sólo utiliza frases que empiezan por "no" o que contienen las palabras "atroz", "abominable" y "vomitivo". Cree que quienes hablan de sexo no follan. Creo que se equivoca. Hay de todo, como en todo. No nos gustamos, pero sabemos que si acabamos en la cama dotaremos a la palabra de ese poder que nos gustaría que tuviera. Ésta es otra forma de deseo. No es tímido, no es frío, no es seco; pero mucho menos es todo lo contrario. Me gusta cómo huele su barba. El pintor fantasma también olía muy bien. 

No entiendo a este chico. Tampoco tengo interés en entenderlo.


Cuatro

Flashback. Viernes otra vez. Nos vamos del bar. Cuando nos ve salir por la puerta, el pintor fantasma se acerca corriendo y hace un segundo intento. Tus órdenes son deseos. 

Y al revés.

Rápido, bésame despacio, me están esperando. Es casi sábado, y alguien nos ve.


Cinco

Sophie enciende el facebook esta mañana. El camarero de las notitas la ha localizado.


Seis

Lo primero que he dicho esta mañana ha sido: "Qué coño hago aquí". 

El sol a través de los párpados. He dormido tres horas. Luego he ido al Museo del Prado.


Siete

El AVE estaba llegando a Barcelona, cuando he recibido un mensaje del pintor fantasma. Habla de besos furtivos, de besos robados y de besos que saben a poco porque reclaman más. Odio los mensajes cursis, por eso hago como que no los leo. 


Ocho

Una chica le pregunta a otra chica: ¿Cómo pudiste follar con él, si no te gusta? La chica responde: ¿Y por qué tendría que perderme un polvo?

Un chico nunca le pregunta a otro chico: ¿Cómo pudiste follar con ella, si no te gusta?


Nueve

En el metro de Barcelona se proyectan historias breves que escriben los usuarios. Estás en el vagón, y en lugar de anunciarte cuál será la próxima parada, las pantallas te muestran los textos de los participantes. Creo que la única condición es que las historias versen sobre este medio de transporte.

Venía de Sants Estació, estaba apoyada en una de las puertas del vagón, y en la pantalla aparecía un relato con frases como éstas:

"Mis ojos zozobraban enfebrecidos, diletantes". 

"Se quejaba con una retahíla vehemente de la falta de taxis".

"Saqué fuerzas de flaqueza y me sentí un moisés abriendo las aguas de la marabunta".

En el otro extremo del vagón, alguien se descojonaba con la misma frecuencia que yo. Un tío fingía mirarnos a través de sus gafas de sol.


Diez

Leer es una forma de obedecer. Hice lo que me dictaron las palabras.

Estaba escrito.