miércoles, 28 de enero de 2009

Hombres supuestamente interesantes con los que nunca volveré a acostarme (II)

El cronista de sucesos. Su SMS decía: "Fúgate conmigo este finde". Y yo me había gastado cien euros en un viaje que total no valía la pena y al que no fui, y le contesté que vale, que bueno. Apenas nos conocíamos, alguna broma en el trabajo, nada más. Me esperaba en su 4x4 debajo de casa y pensé que era guapo y que era pijo, y que estaba acostumbrado a mujeres que no tenían nada que ver conmigo.

Dijo: "Abre la guantera y pon el CD que quieras". Y el primer CD que vi era uno de Andy y Lucas, y si no llega a ser porque ya estábamos en la autopista, me bajo del carromato, cenicienta.

De aquella primera noche recuerdo un bocadillo en un bar de carretera, un cordel de cuero atado a su tobillo, los pies metidos en un mar helado de febrero, y un hotel cutrón con cuatro camas. Una conversación interminable en la barra de un bar, un gin tonic detrás de otro, el muy capullo no me besa y encima se pone pijama. También recuerdo que pasamos frío.

El hotel de la segunda noche, en Palamós, tenía una cama enorme y blanca, estábamos agotados y contentos, habíamos comido paella mala, él con las gafas de sol puestas, y (seguramente por desgracia) recuerda todavía lo que dije en aquella conversación. Salimos al balcón a ver las estrellas, y él bajó a comprar algo mientras en la tele ponían Willow. Dormíamos, nos besábamos, comíamos hamburguesas. Y éramos felices de un modo tan absoluto que llamé a mis padres y les dije que había conocido al hombre de mi vida.

Lo fue. Uno de tantos.

Cada vez que estoy perdida en uno de esos restaurantes de hotel, aún medio dormida, dónde coño se sirve el café, me acuerdo de nuestras escapadas de fin de semana, horas en la piscina, cervezas, sonrisas y sauna. Me enseñó a convivir y a dejarme llevar; yo no tenía carné. Recorrimos el País Vasco a salto de mata, un encuentro fortuito con unos amigos y pensión sin ventanas en la Semana Grande de Donosti, un pueblo fantasma, fotos del cielo y nuestras narices, alguna que otra bronca y, de vuelta, una tabla de surf en el desierto de los Monegros. Siempre tuvimos suerte. Y siempre nos pareció rara.

Me acostumbré a tener muertos en casa. Llegaban en cualquier momento: una mujer apuñalada por la espalda, un empresario asesinado en la escalera de su chalé, un tirano que ordenó la ejecución de nosécuántos argentinos. La mesa del comedor era la camilla de autopsias, aprendí las artes del CSI. Repásabamos los casos y tal vez resolvimos alguno. Nuestro trabajo nos apasionaba. Él sabía leerme. Yo sólo sé leer.

También me acostumbré a aquellas llamadas a las dos de la madrugada por culpa de una falta de ortografía y por culpa de una correctora enamorada. Me acostumbré al olor de su cabello en la almohada. Me acostumbré incluso a las amenazas de mafiosos y celosas, de policías y colegas.

A lo que nunca me acostumbré fue a su puto teléfono. A sus putos teléfonos, mejor, que sonaban y sonaban y sonaban. Y le iban arrebatando nuestro tiempo. No puedo quejarme; a mí ya me iba bien pasar tantas horas frente al ordenador, sin estar sola, escribiendo.

Pasamos un segundo verano juntos, primero en Jimena de la Frontera con las vacas y las moscas, botellas llenas de agua para despistarlas, luego junto al mar en Cala Figuera. Aprendimos cómo se dice cangrejo en todos los idiomas. Compramos aubarques, comimos pescado fresco, jugamos al cubiletras y bebimos litros de cerveza. También de limonada con Xoriguer.

Siempre le he querido, pero sentí que me enamoraba de él en un coche, en Menorca, cuando le miré y lloraba y dijo: "es la luz", y yo me reí, y vimos juntos aquella puesta de sol. También sentí que me enamoraba de él cuando me dio su versión sobre una ópera. Una mujer que ha perdido su alma, según él. Y aquella mujer era yo. Volví a sentir lo mismo una mañana que, en calzoncillos, se puso a bailar mientras cantaba: "Qué idea, cuál idea, el reproductor".

No todo fue bonito, se fue dos veces porque no soportaba mis dudas, mis prontos. Cuando están tristes, algunos lloran, yo tengo mal genio. Y la capacidad de provocar tensión en décimas de segundo, aunque sea en la playa más bonita y desierta del mundo. Él fue capaz incluso de extirparme todo eso.

Los problemas llegaron de fuera, o de lo que teníamos más cerca: nuestras familias respectivas. Yo estaba dispuesta a cargar con esos muertos ajenos, pero, en cambio, no sabía acarrear aquella realidad suya a carne viva. Tampoco quería que él tuviera que remover esa mierda que, de repente, me enterraba.

Dos periodistas con problemas de comunicación. No supimos entendernos. O no quisimos hacerlo.

No fue sólo eso, claro. También fueron los caprichos, la rutina. Trabajábamos juntos, vivíamos juntos, y apenas coincidíamos. Él llegaba cuando yo ya estaba durmiendo, yo me iba antes de que él se despertara. Aquellos teléfonos empezaron a ser más importantes que yo. Cuando me di cuenta, había tantos muertos en casa que tropezaba con ellos.

La calma que sólo conocí con él pese al estrés de nuestro día a día no se truncó. Pero pasó a ser una calma fría.

Tomó por costumbre desquedar conmigo a última hora. Yo quería hablar con él, decirle: no puedo más. Nos citábamos para comer. Y en el último momento, surgía un imprevisto. Tomé por costumbre dirigirme a él mediante este blog y otros escritos. Todavía sabe leerme. Cuando por fin estábamos cara a cara, me refugiaba como siempre en el sarcasmo y en el desprecio. Conocimos a una chica alemana muy guapa, por ejemplo, y le dije: "Vamos a dejarlo después de verano y estará libre; ve a por él". Ella me miró con ojos como platos.

Sólo ahora entiendo que yo estaba resentida. He intentado sentirme culpable para no reconocer que a él, de todos modos, le hubiera importado un pimiento. Concibe el amor como un acto de generosidad, provoca dependencia. Yo amo porque me da la gana. Yo amo porque sí. Eso le dije mientras comíamos esa mala paella maldita, él con las gafas de sol puestas. Él ha convertido mi libertad en un reproche, dice que necesita darle su vida a alguien para ser feliz.

Pero no es cierto: él necesita que le necesiten.

Mi abuela le adora, mi madre le adora, mis primas le adoran. Todas las mujeres lo hacen. Y a veces tengo la impresión de ser la única que sabe que no sólo es adorable.

En efecto, lo dejamos después del segundo verano. Él todavía no sabe que pasé una tarde larga dando vueltas a una misma manzana, decidiéndome, tres horas dando vueltas a la misma puta manzana del Eixample. Fui a una fiesta. Me acosté con otro. Volví a casa pasadas las siete de la mañana. Él todavía no había llegado.

Al día siguiente, los amigos que nos encontramos en Donosti dos veranos antes se casaron. Habíamos quedado para ir juntos a la boda. Pero él se retrasó, una vez más. Cuando llamó, yo ya estaba en el baile. No hizo falta decir nada.

Tres días después, pasó a recoger sus cosas.

Un año y medio más tarde, se casa. Con otra, evidentemente. Tal vez por ella los teléfonos hayan dejado de sonar, o tal vez no le importe, no lo sé.

Él quería contármelo personalmente y habíamos quedado ayer para comer. Como siempre, le surgió algo en el último momento. No pudo ser.

viernes, 23 de enero de 2009

Llamadas d Más Allá

Ayer mi amiga Alfa me contó una historia aterradora. No podía quedar conmigo porque tenía que ir a la misa de su abuela, dijo. Su abuela murió hace cuatro años mientras dormía. Era una mujer mayor y a nadie le sorprendió que se muriera. Sus hijos vendieron el piso, mi amiga heredó un plato de porcelana muy bonito.

Y un día que celebraba algo con sus primos, las bombillas de todos los ojos de buey que mi amiga tiene en el techo se fundieron de golpe. Se fundieron todas las bombillas. Menos aquella que enfocaba, precisamente, al plato de la abuela.

Bueno, dijo mi amiga, puede ser casualidad.

Lo realmente acojonante sucedió el otro día. Mi amiga tiene por costumbre organizar una cena con sus primos después de Navidades para celebrar la fiesta como toca, sin tíos que van de simpáticos ni tías entrometidas. Acababan de sentarse a la mesa, cuando sonó el teléfono. El fijo.

Me imagino la escena: uno sirve vino, otro pone la copa para que le sirvan, mi amiga sale de la cocina con el pollo en las manos y unos guantes de espuma para no quemarse, el teléfono sigue sonando, mi amiga dice que lo coja alguien, alguien cree que se refiere al pollo, en realidad ella se refería al teléfono... Y por fin mi amiga consigue dejar el pollo sobre la mesa, y se va quitando los guantes con los dientes para descolgar. El teléfono para de sonar.

No llegó a tiempo.

Entonces mi amiga hizo lo acostumbrado, que es mirar quién había llamado en la memoria del aparato. En la pantalla, apareció el teléfono de su abuela.

"Un momento", me contó mi amiga que dijo, "¿os suena este número?". Y lo pronunció en voz alta. Sus primos enmudecieron.

"Puede que el nuevo propietario del piso de la abuela no diera el teléfono de baja", sugirió el práctico.

"¿Y para qué iba a marcar este número después de cuatro años?", respondió el más práctico todavía.

Mi amiga y sus primos se quedaron un rato pensativos, hasta que uno de ellos propuso que devolviera la llamada. Mi amiga lo intentó. En el auricular, la voz de una mujer dijo: "Este abonado no existe".

Entonces a mi amiga y sus primos les dio un ataque de risa, porque la risa sirve para combatir la estupefacción ante una obra de arte vanguardista y también para disimular el pánico. Cuando no entendemos algo, solemos reírnos, por eso me río tanto.

"Llama a información telefónica", pidió la más acojonada de todos. Y mi amiga llamó, y en información telefónica volvieron a decirle lo mismo, que ese abonado había sido dado de baja hacía cuatro años.

Desde aquel día, cuando mi amiga llega a casa, consulta las llamadas que le han hecho en su ausencia. La última siempre es de su abuela.

Por eso, me dijo, ella y sus primos habían decidido celebrar una misa en su honor. Ellos no creen en Dios, pero está claro que la abuela cree en la vida después de la muerte. Además, tras la muerte de su marido, ella se ocupó de que cada año le dedicaran una misa. A ella sólo le dedicaron la del funeral. Tal vez, después de un par de oraciones, la abuela pueda descansar en paz, pensaron mi amiga y sus primos.

Le respondí que, salvo por la letra D, la palabra "Llamadas" sería un anagrama de "Más Allá". Tal vez sea casual, como la historia de las bombillas que se fundieron de repente. Tal vez no lo sea. Hace unos años, también a mí me pareció recibir Llamadas telefónicas de Roberto Bolaño.

En cualquier caso, pensé que, si aquella era una excusa para no quedar conmigo, mi amiga se lo había currado. Y que la perdonaba, qué carajo.

Hoy, mi amiga Omega también me ha dado plantón. Acaban de diagnosticarle cáncer de colon a su padre. Ésta es una historia tan terrorífica como la otra.

Pero lo que da más miedo es que esta noche mi teléfono fijo no ha dejado de sonar.

sábado, 17 de enero de 2009

Hombres supuestamente interesantes con los que nunca volveré a acostarme

El catequista. La primera vez que nos vimos, él llevaba un gorro azul y una bufanda a juego. Yo tenía 14 años y me había apuntado a confirmación por una amiga del Instituto que se había enamorado de otro catequista. Aquella tarde de marzo tendría que hacer de escopetón. Estaba de mal humor, porque el día anterior había tocado la primera polla de mi vida, y su propietario hijodemalamadre tenía nombre de profeta. Se llamaba Moisés, y ya podría haberse ahogado en su puta cesta, maldito cabrón.

Llegaron los dos catequistas juntos, en aquella Vespa que conducía él, y me cayó bien desde el primer momento. Le gustaba la cerveza, a mí todavía no. Fui a Lórien por primera vez. Escribimos nuestros nombres en una mesa que ya no existe, y él, además, lo hizo sobre mi mano.

Según la inscripción de aquel rotulador, su tinta era indeleble. Pero al llegar a casa, me lavé las manos antes de cenar, y mi nombre desapareció.

Volvimos a vernos al cabo de unos meses. Entonces las fechas aún eran importantes, y recuerdo que un 23 de octubre me preguntó: "¿Sabes dónde se encuentran los diamantes? En las minas de carbón. Y un hombre se pasa la vida trabajando, y encuentra carbón y más carbón; uno de mejor calidad, otro peor. Hasta que un día encuentra un diamante. Entonces no sabe qué hacer: si sacarlo de la mina para que lo pulan o quedarse mirándolo, así, en bruto".

Yo lo vendería y me haría rica, creo que le respondí.

El 23 de octubre salía impreso en los billetes de mil pesetas.

Nos besamos el 17 de noviembre, en unas convivencias. El cura nos pilló. Si hubiera llegado unos minutos antes, nos hubiera encontrado en el mismo banco, sentados en silencio, yo mirando las estrellas, él mirando al suelo, en plan místico. Pero el cura llegó cuando ya estaba a horcajadas sobre mi catequista, en sacra comunión.

Un día antes de que él cumpliera 20 años, le vendé los ojos y me lo llevé de paseo por Palma. No supo dónde estaba hasta que oyó el mar.

Solíamos quedarnos dormidos en el mirador de la catedral, después de pasar horas abrazados sin decirnos nada. También solíamos cortar. Mis manos eran demasiado pequeñas para sostener aquel pedazo de sentimiento que se me caía todo el rato.

Él siempre amezaba con irse y dejarnos a todos aburridos y narcotizados en aquella puta isla de la calma. Pero al final me fui yo, y él se quedó, y está casado y tiene un hijo.

Mi primera borrachera guarra también fue con él, y eso que siempre he tenido aguante. Nos vimos en una fiesta, después de un viaje que hice a Bélgica. Entonces no nos hablábamos, y me puse a contarle mi vida a un perro. Una gorda que quiso que la acompañara al baño se cayó encima de las verjas de un gallinero, me arrastró con ella, y las gallinas se cagaron en nosotras.

"Embórrachame", le dije a mi catequista. El catequista era barman en los ratos libres. También tocaba el bajo en un grupo. Me preparó una nicolaska. La nicolaska consiste en: un gajo de limón+café molido+azúcar. Te metes eso en la boca y está tan asqueroso que te bebes el vodka como si fuera agua.

Me bebí dos tubos y medio de vodka a palo seco. Después de las mil pomadas que ya me había tomado. La cerveza continuaba sin gustarme.

Recuerdo la cocina dando vueltas, y un campo recién arado, yo mirando las estrellas multiplicadas por 100.000 (la luna también multiplicada por tres) con el catequista. De vez en cuando me levantaba, le decía: "perdona, ahora vuelvo", vomitaba, y efectivamente volvía. O devolvía, chiste fácil. Él me acompañaba, me recogía el pelo para que no se ensuciara, y se reía.

También recuerdo aquel fin de año que bailamos juntos You're so beatiful. Luego me llevó en coche a un acantilado, hacía mucho viento y se quitó la chaqueta para ponérmela sobre los hombros. La luna se estampaba contra las rocas y le pregunté si no tenía frío. Me dijo que el frío le hacía sentir vivo y desapareció.

Se fue. Vi el nacer de un día, de un año, de todo, en aquel acantilado, sola, con su chaqueta sobre los hombros. Y pensé que si me sentía tan viva como él, sería capaz de saltar. Por eso esperé con su chaqueta sobre los hombros. Volvió y me llevó a casa en silencio.

Sé que no sabe que aún recuerdo aquellos cuatro años que pasé junto a él sin estarlo. Nos escribíamos a menudo. Sus cartas llegaban en sobres negros, y no hay letra a mano más bonita que la suya.

Ocurrieron cosas feas, claro. Todo acabó poco antes de que yo cruzara el charco. Harto de mis miedos de niñata, se fue con una mujer mayor que él. Su mujer.

Reaparecimos una noche de Reyes, y ahora que las fechas han dejado de ser importantes, no sabría decir si de hace 13 o 14 años. Yo representaba el anuncio de Buckler en la barra d'Es Carreró: una mini muy corta y sortear las copas a cuatro patas mientras la gente aplaude. Cuando llegué al final de la barra, él me estaba esperando. Es Carreró tampoco existe.

Bebimos y nos besamos en todos los bares, en todos los portales de Palma. Pura yo, respetuoso él, jamás habíamos hecho el amor. Aquella noche lo intentamos en las escaleras de la casa de mis padres. En vano. Íbamos demasiado borrachos.

Para nosotros siempre fue demasiado.

Al día siguiente, pinché una rueda de aquel coche que me había llevado al acantilado y a otros lugares donde el catequista y yo nos besamos tantas veces. Luego esperé a que él fuera a ensayar, para ver cómo se cabreaba al descubrir que tenía una rueda jodida.

Pasó mucho tiempo hasta que volvimos a vernos y han pasado muchos años desde entonces. El otro día fui a la peluquería de un amigo en común, y al verme se le pusieron los pelos de punta. "Acaba de irse", me dijo.

Si nos cruzamos, no nos reconocimos. Pero el cura, en aquellas convivencias, nos pilló por unos minutos. En aquel lapso de tiempo, el cielo y el suelo hubieran sido la excusa perfecta para justificar lo carnal.

O lo que es lo mismo: aunque con él toqué el cielo, el catequista me hacía mantener los pies en el suelo. Supongo que porque tuvo la mala suerte de que nos conociéramos justamente un día después de mi primera experiencia carnal.

martes, 13 de enero de 2009

Bon voyage

Ocurrió en el aeropuerto. Los aeropuertos son lugares en los que suceden menos cosas de lo que aparentan. En cambio, una maleta abandonada en una estación provoca muchas más sospechas, más temores, más anécdotas.

Es como si una historia pudiera empezar en una estación, pero nunca en un aeropuerto. Hay algo aséptico en ellos, algo parecido a lo que hay en los hospitales: son transitorios. Unas escaleras mecánicas te llevan justo adonde debes llegar, sin que puedas perderte por el camino, sin que puedas volver atrás. Estás en una cinta transportadora, en una puerta de embarque, en un quirófano. Y luego, llegas o no llegas. Pero eso ya no depende de ti.

Recuerdo a Julio en aquel bar: "¿No notas nada extraño?". Yo me meaba en el autocar, no podía más. En cuanto el coche se detuvo, bajé dando trompicones, me arrastré a cualquier parte, a cualquier cuarto de baño. No podía correr, de lo mucho que me dolía la vejiga. Al salir, 10 minutos después de orinar sin sentarme, apuntando al water, Julio me esperaba en la barra con una cerveza. "No notas nada extraño?", preguntó. Con la urgencia, me había metido en un hospital y aquélla era una cerveza sin alcohol.

Las estaciones, en cambio, llevan su significado escrito en el nombre: una parada. Te detienes un momento. Te detienes y observas. Tal vez pierdas el tren, tal vez te pierdas en un tren que no esperabas. Un tren es una transición. En francés, el presente continuo se construye con la fórmula "en train de". "Je suis en train d'écrire une bêtise".

Aquello que estás haciendo va en tren. Pero ni siquiera cuando vuelas imaginas que lo haces en avión.

Los aeropuertos son lugares que no existen por sí solos. Los aeropuertos son esperas como lo son las salas de espera de los hospitales: allí sólo puedes recibir malas noticias. Un retraso, una complicación. Una cerveza sin alcohol. Si todo va bien, simplemente te aburres bajo la luz de los fluorescentes.

Por eso me sorprendió verle allí. Es decir; verle no me sorprendió. Mi oculista y yo no nos entendemos: yo no veo bien de lejos, pero él insiste en que no veo de cerca. Me hace mil pruebas, y la conclusión siempre es la misma: tengo hipermetropía y vista cansada, punto: no veo de cerca. Me receta gafas que me pongo para sentarme ante el ordenador.

No estoy de acuerdo con mi oculista, yo estoy segura de que no veo de lejos. Por eso, siempre miro al suelo. Miro las botas de las señoras, los cordones de los zapatos de los señores, los dobladillos descosidos y esos bajos de las perneras que se ensuciaron con el barro de un charco. No agacho la cabeza, simplemente miro a los pies, los demás me ven los párpados. Lo hago para que nadie crea que lo he reconocido y que no le saludo porque soy una borde hijadeputa maleducada, que no lo soy. O no creo serlo.

En el aeropuerto, el otro día, miraba hacia arriba. Pero no al cielo. Miraba hacia los paneles que me indicarían cuál sería mi puerta de embarque. Entonces, en un momento que parpadeé, supongo, o cuando bajé un poco la vista para no tropezar, cuando no miraba hacia arriba, sino hacia delante, sus ojos y los míos se cruzaron.

Fue un segundo, nada más, pero nuestros ojos se reconocieron enseguida. Sonreí, como siempre que tengo la suerte de reconocer a alguien. Creo que él también sonrió, pero no sé si para responder a mi sonrisa.

Seguí mi camino, que me llevaba hacia él. Y continué sonriendo en su dirección. Él continuó en la cola de facturación de un vuelo que no era el mío, junto a una maleta enorme envuelta en plástico de embalar.

Entonces, cuando apenas estaba a tres pasos de donde se encontraba él, descubrí que él no era él. Es decir, que me había confundido de persona.

Se parecía mucho a alguien que me extrañaba que estuviera en el aeropuerto de Barcelona, pero que, evidentemente, no era aquel a quien creía haber visto.

En estos casos, suelo mantener la sonrisa y mirar justo detrás de la persona a la que he confundido; así la persona en cuestión cree que, en realidad, estoy sonriendo a la persona que tiene detrás. Detrás nunca hay nadie. La persona a la que he confundido se confunde; por lo tanto, sí, la confundo. No sé si me explico.

Hice lo acostumbrado, miré justo detrás de aquel chico. Pero percibí que él seguía sonriéndome. Continuaba de pie, muy quieto, junto a su maletón, como esperándome. Tal vez sí que nos conociéramos, después de todo. Volví a mirarle, y él hizo un gesto para agarrarme el brazo.

"Perdona", me dijo, "pero te pareces muchísimo a alguien que conozco".

Puse los ojos como platos, y mi sonrisa se convirtió en una risita queda:

"Vaya. Pues tú también te pareces mucho a un amigo mío. De hecho, te he confundido con él".

Estábamos en el aeropuerto del Prat; él se iba a Buenos Aires y yo, como siempre, a Mallorca.

"Ella se llama Bonnie, es francesa, pero vive en Chile. Se casó con un escritor, tienen un hijo, pero su matrimonio mutó. Ahora él tiene novias y ella novios, y a veces los comparten. Le encanta jugar al mentiroso", me dijo. "Y créeme que gana siempre".

"Pues él se llama Pau, que significa paz. Pero me temo que en realidad debe dar guerra. Es periodista y trabajó como camionero. También fue librero en Dublín. Le gustan los caramelos de naranja y desde que está en el paro no sé dónde para", contesté.

El desconocido y yo nos miramos un buen rato, él con su maleta enorme a punto de facturar, yo con mi mochila de día y medio.

"No me llamo Pau", me dijo.
"Ni yo Bonnie", respondí.

Sonreímos. Y nos deseamos buen viaje.

miércoles, 7 de enero de 2009

Nunca Jamás

(c) Al



Tal vez un gelocatil me salvaría. Soy alérgica a la aspirina. No tengo paracetamol en casa, y esta puta resaca. No tengo edad, ni ganas, y me abro una cerveza, puto premio Nadal. Maruja me agarró de la mano y empezó a cantar: "Si acaso quieres volar, piensa en algo encantador, como aquella Navidad en que viste al despertar juguetes de cristal". Y yo canté con ella, desafinábamos: volarás, volarás, volarás.

Pero hoy me arrastro. De sueños infantiles a un insomnio adulto. Joder, cuántas veces me enamoré de Peter Pan y qué harta estoy de él. Recuerdo la cinta de casete, era blanca, al final blanco sucio, de tanto escucharla. El narrador hablaba en colombiano, o algo parecido. Y también Wendy, y Peter, y los niños perdidos. Tantas veces escuché aquel cuento, en la moqueta de nuestro cuarto, que luego, cuando jugábamos, les hablaba a mis amigos con la ese. Rollo: "sierra los ojos y mésete despasio".

Scooby Doo también hablaba así. Y Penélope Glamour, de los autos locos. Y en realidad, casi todos los dibujos que veíamos de pequeños hablaban con ese asento raro que no sé muy bien de dónde sale. No lo he oído en ningún otro lugar que no fuera la tele o aquella cinta de casete.

Sé que ya lo he contado: ponía aquella cinta casi cada tarde, la luz entraba por los agujeritos de las persianas y brillaba en las motas de polvo encima de la moqueta marrón. Recuerdo frases enteras, "la segunda estrella a la derecha, volaremos hasta que amanesca". "¿Qué dises, Campanilla? ¿Que Peter Pan nos salvará? ¡Peter será despedasado por la bomba!".

Aprendí palabras como "gañote", "pescuezo", "lirín lirán lirón los niños del batallón". Descubrí qué era un ahorcado y por qué los indios dicen jau. Por las noches, cuando me iba a la cama, dejaba la ventana entreabierta, aunque estuviéramos en invierno. Nunca tuve miedo a que entraran cacos, cocos, o malos espíritus. Si oía algún ruido fuera, sabía que era él, que había venido a buscarme.

O simplemente a espiarme.

En el colegio jugábamos a héroes. Nos abrochábamos los baberos a modo de capa, con los brazos fuera de las mangas, y fingíamos tener 17 años. Con 17 ya podríamos tener novio. Marta era la novia de Superman, la otra Marta, de Spiderman. Ana era la novia de Batman.

A mí no me dejaban ser la novia de Peter Pan. "No puedes", me decían en el patio, "Peter Pan es un dibujo animado".

Fly, Baby, Fly.

Este dolor de cabeza. Por primera vez en muchos años, la cena se podía comer. Alguien dijo que el pastel era un homenaje a Carmen Laforet porque no sabía a Nada. Y luego otro alguien me dio tickets para copas.

Un comedor desangelado con demasiada luz, nigún sitio para sentarse. Un finalista que intentó compararse con Kafka, Calvino y Lobo Antunes y que en realidad se parecía a Jack Sparrow. Un puñado de redactores cínicos y despiadados que nos reímos de él. Un gintónic después de otro porque ese whisky era puro veneno.

Recuerdo que le dije, pobre tío: "Sí que te envían mensajes!", porque no dejó de consultar el teléfono móvil en toda la noche. Y él: "Sí, la verdad es que con esto de ser finalista me están saliendo amigos por todas partes". Y yo: "Hombre, ya los tendrías de antes, si no, de dónde han sacado tu número". Se fue.

Creo que no leeré ninguno de los tres libros premiados.

Bebo despacio, pero la cerveza no hace efecto. Ni se me pasa el dolor de cabeza ni me emborracho.

Recuerdo que mi primer novio, el catequista, me reprochaba que tuviera el síndrome de Peter Pan ya desde niña. Bueno, él creía en Dios.

Nos encontramos ya de adultos en la plaza del Sol. Yo había estado liada un par de meses con un barman de aquella plaza porque tenía tatuada la sombra de Peter en el antebrazo. Así no se le escaparía, me dijo. Le pregunté si se la había cosido Wendy, respondió que no.

Había estado liada con ese barman, como digo, pero ya no estábamos juntos. Me encontré con ese excatequista y me alegré de que estuviera más gordo y más calvo, y él (creo) se alegró de que yo estuviera igual. No fue propiamente un encuentro, ahora que lo pienso, porque fuimos incapaces de encontrarnos... hasta el final.

Nos disponíamos a pagar nuestras consumiciones en la barra, y él miró hacia el reloj de pared. Se había detenido a las once y seis. El barman con la sombra tatuada en el antebrazo dijo: "No funciona, es el reloj de Peter Pan".

Entonces el excatequista se volvió hacia mí, sonrió y dijo: "Com ho fas?". No hemos vuelto a vernos desde entonces. Habrán pasado unos diez años.

Cómo lo haces.

No soy yo, siempre ha sido él. Desde mi ventana, los síndromes precoces, o las películas de Walt Disney. Desde los Jardines de Kensington, las revisiones del Capitán Garfio y desde aquella cinta que, por fin, vi y no sólo oí, hará un par de años. Desde tu regalo, desde mi memoria. Y ahora, desde Terenci a través de Maruja.

Volarás, volarás, volarás, desafinábamos de la mano. Y sé que ya no volverá a ser lo mismo. Ni volverá.

Nunca jamás.