miércoles, 31 de diciembre de 2008

Mañana lo sabrás

Cuando escribes, tiendes sobre el papel una línea de palabras. Esa línea de palabras es el pico del minero, el escoplo del escultor que talla la madera, la sonda del cirujano. La esgrimes y traza un camino que tú sigues. Pronto te adentras en un nuevo territorio. ¿Será un callejón sin salida o es que has localizado el auténtico tema que persigues? Mañana lo sabrás; si no, el año que viene a esta misma hora.
Annie Dillard, Vivir, escribir.

Se esparcen sobre el escritorio, no sabría decir cuáles formaron parte del 2008 y cuáles no. Del mismo modo se traspapelan las facturas y se pierden algunos recuerdos igual que se desprendieron algunas fotos de un álbum antiguo y grueso.

Podría intentar ordenarlos por meses, por emociones, por aquello que formó parte de mi profesión. Por lo que me sorprendió y por lo que todo el mundo esperaba menos yo. Podría convertirlos en titulares, en cuentos; mejor: en el principio de un cuento. Podría enumerarlos y hacer un inventario, o simplemente introducirlos en un cajón, en una caja de zapatos, en el cofre del tesoro. Y enterrarlos.

Podría tirarlos a la papelera o construir un móvil con todos ellos, un calendario, un collage. Podría soltarlos, dejar que una corriente de aire los arrastrara hasta la terraza del señor Fregono, que ahora limpia con un trapo el cordel donde en un rato tenderá la ropa.

Son la prueba de que he apretado los dientes, de que he vivido sola y también de que me he sentido sola alguna vez. He comido poco, he bebido demasiado, tendría que hacerme una revisión médica, operarme de una muela del juicio que se resiste a nacer. Tendría que sacarme el carné. He creído enamorarme de algunos, otros han creído enamorarse de mí. Publiqué mi primera novela y oí mi nombre en bocas que no conocía. Os he conocido, Julio, Carmen, Cris. He pensado en ti, y no he tenido la oportunidad de decirte que todavía te quiero. He cenado religiosamente con el Equipo T.

He colaborado en la radio, donde, para atreverme, pienso que me escuchan del mismo modo que aquí me leéis. He tomado más cerveza que café. Me he enfadado muy poco, me he reído muchísimo. Y como dice un gran amigo: "el odio tiene cura, la risa no". La belleza me ha hecho sonreír con esta boca tan llena de dientes.

Pasé el verano frente al mar, el invierno no ha sido tan frío como indican los termométros. He ido en metro, he ido en autobús, he ido a pie, he ido en tren, he ido en avión. Y sigo en el mismo sitio. Entrevisté a la vigía de un parque natural, a un operario de grúas de la Sagrada Família y a un señor que limpia la mierda de las alcantarillas. Tengo un montón de e-mails a los que contestar y un piso entero por barrer. Tengo planes, tengo ganas, tengo un ordenador portátil lento y que hace ruido, y un iPod que rescata canciones de los recovecos de su memoria, que no de la mía.

Tengo libros en las estanterías, y sobre todo, aquí dentro.

Y ahí está el señor Fregono, tendiendo mis calcetines rojos.

La Loca ya no está loca porque ahora ama serenamente. Lo bueno de tener un corazón hecho trizas es que, con la crisis del ladrillo, me implantaron uno nuevo que ya no se romperá. El grifo de la cocina gotea y podría pensar que así han pasado los días, pero no soy tan monótona ni tan obvia. Y en el fondo tengo algo de ecologista que hace que me levante y lo cierre bien.

Os anuncio que 2009 no es número primo porque puede dividirse entre 7.

Esta noche seremos 8 para cenar.

Ella se va a vivir a Grecia. Ella va a ser mamá. Unos cuantos nos quedaremos sin curro. Pero eso no está sobre mi escritorio, aquí donde todo se mezcla, donde el año pasado podría haber sido hace 365 días o anteayer. Aquí sólo hay una conclusión tan cursi y tan completa que da un poco de miedo, porque ésta es la confirmación de que no cae dos veces la misma gota del grifo, y de que todo es irrepetible.

Porque, mientras decido qué hago con todo esto, si lo cuelgo, lo lanzo por la ventana, lo publico o lo entierro, soy plenamente consciente de que este año, por encima de todo, he sido feliz. Completamente feliz. Insultantemente feliz. Como un puto globo rojo.

Lo sigo siendo. Y lo que me acojona es no saber cómo lo he conseguido. Ha sido sencillo.

De todos modos, me digo, intentar descubrirlo me parecería la forma más tonta de perderlo.

Una señora con bata rosa cuelga cordeles verdes para tender la ropa en una terraza que no es la del señor Fregono.

Dentro de un rato volaré. Hacia el año que viene. Hasta mañana.

Felices, pues, todos. Bon any 2009.

domingo, 28 de diciembre de 2008

El curioso incidente de los calcetines a medianoche.

Sa tristesa dorm en terra, sa tristesa.
(Antònia Font)


A veces, por la noche, los pantalones se convierten en un perro que duerme en el suelo, a tu lado. Te levantas con resaca, doblas la ropa antes de ducharte, o la metes en el cesto de la ropa sucia, y descubres que en una pernera se ha quedado agazapado uno de los calcetines que llevabas ayer, todavía mojado por culpa de aquel charco que pisaste.

Pues bien, esta mañana me ha ocurrido algo parecido a esto mismo que ocurre tantas veces. Pero el calcetín que se ha caído de la pernera no era el mismo que me puse al vestirme. Tampoco el otro, escondido en la otra pernera del pantalón, se correspondía con el que llevé puesto desde que salí de Mallorca.

Ayer me vestí en Palma, en casa de mis padres. Y recuerdo que, mientras discutíamos por alguna memez, yo arrancaba con los dientes ese hilo que ata los pares de calcetines nuevos. Evidentemente, me los habían regalado por Navidad. Eran unos calcetines rojos, muy cantones y cómodos. Lo sé porque, cuando conseguí arrancar el hilo que los unía, me los puse y pensé: "Qué cómodos, y qué cantones".

Siempre tengo frío en los pies, es como si la muerte me agarrara de los tobillos o me pisara, no sólo los talones, sino también el empeine, y los dedos de los pies, y todo. Pero con esos calcetines rojos y cantones y cómodos tenía los pies calentitos, y estaba tan contenta que dejé de discutir con mis padres y me puse a patinar con ellos por el pasillo.

Luego me puse los zapatos, que tuve que quitarme en el control de seguridad del aeropuerto, sin ningún tipo de vergüenza porque no tenía agujeros en los calcetines como ese señor del Fondo Monetario Internacional, creo que era, que manda huevos que llevara esos calcetines tan hechos polvo. Y bueno, los seguratas miraron mis calcetines cantones, pero no hicieron ningún comentario. Y luego me puse los zapatos, subí al avión con destino a Barcelona.

Llegué a Barcelona, me fui de fiesta con mi abogado, nos emborrachamos un poco pero no mucho, volví a casa, pisé un charco de camino al metro, me cagué en la puta, llegué a casa, me desvestí, me puse el pijama, me metí en la cama junto a esa soledad que sólo a veces me da miedo, pero que en invierno es tan fría como la muerte que me agarra de los tobillos y me pisa los empeines.

La muerte y la soledad, menudo par de lesbianas. Y sólo una es más celosa que la otra.

Y esta mañana, el calcetín que se ha caído de la pernera del pantalón no era mi fantástico calcetín cómodo y cantón. Tampoco en la otra pernera se escondía esa pareja que yo separé arrancando un hilo con los dientes.

En cambio, de mis pantalones han caído dos calcetines de lana, viejos, usados, de rombos, que heredé de alguna mudanza, y que no me pongo nunca, pero que tampoco llego a tirar nunca, no sé muy bien por qué.

He flipado pepinos, porque no entiendo qué coño hacían esos calcetines hechos polvo en las perneras de mi pantalón. He sacudido el pantalón, para ver si caían los otros calcetines, los rojos. Pero no. He dado la vuelta a los pantalones como si fueran, pues eso, un calcetín. Y nada. Mis putos calcetines rojos no estaban allí.

He mirado en el cesto de la ropa sucia, en la lavadora, en los cajones del armario, entre las sábanas, qué se yo. Los he buscado por todas partes, en vano.

Es como si ayer, en realidad, me hubiera puesto estos calcetines de mierda, en lugar de mis calcetines rojos, y los hubiera llevado puestos todo el día, de Mallorca a Barcelona.

Tal vez soy daltónica, he pensado. Pero los calcetines marrones y feos con rombos estaban completamente secos. Y yo recuerdo que anoche pisé un charco.

A lo mejor el día de ayer no existió, he pensado entonces. A lo mejor, esta semana en Mallorca, las comidas familiares, las cervezas hasta tarde con los amigos de siempre en los bares de toda la vida, aquella visita fugaz que él me hizo y fuimos a comer junto al mar, tampoco han tenido lugar. Quizá vuelve a ser 20 de diciembre.

Según el calendario de este ordenador, hoy es 28 de diciembre de 2008.

Y que sea el día de los santos inocentes no me parece una casualidad.

sábado, 6 de diciembre de 2008

C

Cada vez que intento escribir una C mayúscula, el ordenador selecciona todo lo que he escrito, y borra la selección. A veces me permite deshacer la acción, y recupero aquello que ya había puesto. Otras veces no.

Escribo con cierto miedo porque, aunque sé que mi ordenador es un caprichoso hijodelagranputa, marco la tecla de mayúsculas y la c mecánicamente, siempre que sea preciso: tras un punto y al principio de una frase, por ejemplo, o cuando menciono un nombre propio. Sé lo que puede pasar, pero lo olvido. Mayúscula-c. Y todo se va a la mierda.

Editar-deshacer, solicito entonces. Control Z. Pero no siempre funciona. Entonces tengo que volver a empezar. Y aunque tiendo a reescribir las cosas, no me gusta hacerlo por obligación.

También tiendo a revivir las cosas.

Cada despedida empieza por una C mayúscula.

Me he despedido mil millones de veces con lágrimas en los ojos y una sonrisa que intenta quitarles importancia; a la despedida y a las lágrimas, quiero decir. Te despides, y es como la C mayúscula. Sabes que la puta C mayúscula puede seleccionarlo todo y borrarlo. Y ojalá fuera así, te dices. Ojalá lo borrara todo. Pero no, suele dejar una palabra a medias, una historia a medias, una frase incompleta.

Y lees el principio de aquella frase, el principio de aquella historia. Lees media palabra. Y te dices, joder. Joder, joder, joder.

Las despedidas te hacen pensar irremediablemente en la muerte. Te hacen pensar que su avión se estrellará, por ejemplo, y su familia irá al funeral, y también irán sus amigos. Pero nadie sabe que existes. Nadie sabe lo que tuvisteis porque lo que tuvisteis fue exclusivo, sólo fue vuestro. Nadie sabe quién eres. Y nadie te vería si fueras a su funeral. Existirías incluso menos que él, que ha dejado de existir.

En realidad, nadie eres tú.

O, si lo prefieres: la otra no es otra que nadie.

Ni siquiera puedes escribir su nombre sin miedo, porque su nombre empieza por c, y los nombres propios van en mayúsculas.

Cada despedida está escrita con el mismo miedo con el que escribirías su nombre, porque puede que todo se quede aquí, en este preciso momento, media frase, una palabra, aunque él te prometa que no. Tanto tiempo perdido; de repente, no hay nada.

Hacía siglos que no escuchaba Antony And The Johnsons.

Hacía siglos que no era tan dolorosamente feliz.

Mi ordenador elige lo que queda escrito y lo que no. Y las despedidas me obligan a provocarle: Coño, escribo. Cojones. Cagondei. Cacaculopedopis. Cállate. Criptonita. Cuélgate. Pero nada, esta vez ni selecciona, ni borra. Y todo se queda así como lo he escrito.

Va, le digo, puedes hacer lo que te dé la puta gana, esta vez no me joderás. Quiero que borres este recuerdo de un plumazo. Quiero que lo borres de una puta C mayúscula.

Mi ordenador, Caprichoso, no me hace Caso. CCCCCCCCCCCCCC. Ni puto caso.

Suena el teléfono, y es él. Ha llegado bien. Está vivo. Me echa de menos. Dice cosas que, de momento, prefiero no creer. Creer también va con C. Volverá la semana que viene.

Una semana no es nada. Y aunque no quiera creerle, le creo; aunque no crea quererle...

Sigo escribiendo, sigo viviendo yo también, sin miedo. Sigo existiendo. Pero sé lo que suele hacer este ordenador, cuando menos te lo esperas. Emula algo que he tenido que reescribir y revivir demasiadas veces. Mecánicamente, apenas sin darme cuenta.

A traición.