lunes, 29 de septiembre de 2008

Sigue buscando

Ahí va un hombre triste. Oh, vamos, perdió un poco de pelo porque, según él, el tiempo es un sioux implacable y alardea de las cabelleras que arrancó sólo en la tumba; suele decirse que, después de muerto, el cabello sigue creciendo, como las uñas.

No es sólo eso, también perdió los dientes en una paliza que le dieron de pequeño. Exagera: un bofetón le partió la punta de un incisivo, y así se quedó, canino.

Perdió la cartera cuando decidió comprar un sueño, que hoy día sería cualquier casa de tu vida; perdió el culo por una buhardilla que algunas noches no sabe cómo pagar. Pero tampoco es eso, insiste al otro lado del teléfono, y un quejido hace que la línea se estremezca.

Es muy tarde, de madrugada, pero el hombre triste también ha perdido el sueño cuando sueños ya no le quedaban. Y habla.

Perdió las ganas de seguir escribiendo, aunque sabe que lo hace casi mejor que nadie. También perdió el espíritu, que yo sé que lo tuvo. Para qué servirá el espíritu, qué coño es el espíritu. Da igual, sé que lo perdió. Pero, sobre todo, que lo tuvo.

Joder, si hasta perdió el oído, aunque a veces me pregunto si no será que no me escucha. Mi abuelo se apagaba el Sonotone cada vez que se cansaba de escuchar sandeces. Lo hacía disimuladamente, y luego asentía con la cabeza. Luego mi abuelo se murió, y no sé si el pelo le siguió creciendo dentro del ataúd.

Aquí tenéis a un hombre triste que perdió barriga en cuanto se puso a hacer pesas, levanta un montón de kilos con cada brazo, y está bastante bueno, por lo visto liga mucho. Pero se perdió el verano tabajando, y dice que en invierno sus bíceps no lucen tanto.

Incluso ahora, que está bien encaminado, se pregunta si no habrá perdido el rumbo. Todos nos sentimos perdidos cuando nos acercamos a nuestro destino. No por nada. O por todo: ¿hacia dónde iremos después?

Yo decidí entretenerme en los márgenes, adentrarme en esos bosques poco frondosos que flanquean el camino. Y de momento, siempre he conseguido regresar, voy mucho más despacio que los demás. También sé que corro el peligro de quedarme dormida bajo un algarrobo hasta que las garrapatas me chupen el cerebro.

Que no es eso, responde el hombre triste. Entonces, ¿qué? Dice: "He perdido muchas parejas".

Y eso le duele más que haber perdido pelo, le mutila más que haber perdido la punta de un diente, le cuesta más que haber perdido dinero, le inhibe más que haber perdido el culo, le hace dar más vueltas en la cama que haber perdido el sueño, le desmotiva más que haber perdido las ganas, lo ensordece más que haber perdido el oído, y lo flaquea más que haber perdido barriga.

No le entristece tanto estar solo como haber dejado de estar con quien estuvo.

Y sin embargo, el amor es como aquellas tapas de Danone que prometían regalos. En la mayoría ponía: "Sigue buscando".

viernes, 19 de septiembre de 2008

Habitación 104

Me ha costado entender de dónde salía aquella música.

Estoy en una cama. Entonces, lo que suena es un despertador. No reconozco la melodía. Por lo tanto, no estoy en mi cama.

A mi lado hay un cuerpo, pero de quién.

El sábado me desperté junto a un abogado. Prometió que no me pondría una mano encima, y cumplió su promesa. Abrí los ojos, y vi su sonrisa, y me besó en la boca y eso fue todo. Un beso tierno. "Tierno" es una palabra cutre. Luego me levanté, me duché en su ducha perfecta. Es un tipo peculiar que plancha la ropa justo después de hacer la colada. Tiene la casa ordenada y nueva; fotos de su hermana, del novio de su hermana, fotos de su papá y su mamá.

Pero esta mañana no estaba en la cama de aquel abogado, porque no he vuelto a verlo desde el sábado.

El martes amanecí en un colchón, en el suelo de un despacho que en realidad es el picadero de un corresponsal de guerra. Habíamos pasado la noche bebiendo whisky en las terrazas. Él me hablaba de muertos. Los muertos, cuando se pudren, se ponen negros. Y alguien que no esté acostumbrado a verlos, como esos bobos soldadados yankies, cree que están quemados, pero no; simplemente están podridos. Huelen mal.

Eso me contaba el corresponsal, y brindábamos por la vida, hasta que nos echaron de las terrazas y él dijo: "tengo más whisky en casa". Y me enseñó las fotos de esos lugares donde suena el silbido de las bombas, también los vídeos de los países devastados, turistas rusos, fotos de sus amigos. Y a las cinco dije: "me voy". Me puse la chaqueta, cogí el bolso, preguntó si quería que llamara a un taxi, respondí que no hacía falta, ya pasaría alguno. Nos besamos en las mejillas. Incluso llegamos a abrir la puerta. Pero no me fui.

Hoy ese corresponsal estará en algún pueblo de nombre impronunciable. No morirá, porque es un tío con suerte; no se pudrirá al sol en una cuneta ni se pondrá negro ni olerá mal.

No, esta mañana tampoco estaba en su colchón.

Me he incorporado un poco, y a mi lado no había un cuerpo, sino dos. Me ha dado un ataque de risa. Entre mi amiga La Loca y yo, estaba tumbado y medio desnudo ese cantante al que he mencionado alguna vez que, al oírme reír, ha dicho: "No pienses mal, aún llevas los pantalones puestos".

Siempre que mi amiga La Loca y yo acabamos en la casa donde se aloja ese cantante (hoy era un hotel), me quedo dormida. Soy la peor groupie del mundo.

Anoche recorrimos los bares, La Loca, el cantante, Leididí y yo. Hablábamos sobre todo y de nada. Y La Loca, en la plaça dels Àngels, le pidió prestado el skate a un tipo que pasaba por ahí. No sabía que La Loca supiera mantener el equilibrio. Y estaba a punto de decir esto mismo en voz alta, cuando La Loca se cayó sobre un charco y se manchó la camisa.

El cantante se ofreció a prestarle una sudadera, por eso la invitó a su hotel. Y sé que en ese momento Leididí y yo tendríamos que habernos largado. Pero entonces ya estaba enamorada y borracha, y sólo se me ocurrió una manera de huir de aquel sentimiento chinarro. Tomé prestada la bicicleta de Leididí y salí corriendo. O rodando.

Cuando volví, habían desaparecido. Estuve dando vueltas por el Raval, buscándolos. No podía llamar a La Loca porque se había dejado el móvil en casa. No podía llamar a Leididí porque no tengo su teléfono. Llamé a su ex, serían las tres de la madrugada: "Hola, que estoy en la bici de tu exnovia, pero no tengo el candado y no puedo dejarla en ningún sitio; sé que ella está por una de estas calles, pero no sé cuál, ¿podrías avisarla, por favor?".

Y él: "A estas horas estará durmiendo".
Y yo: "Que no, que estaba con ella, La Loca y el cantante, y los he perdido".
Y él: "Será groupie, la tía, o sea que por un famoso sí que se queda hasta tarde. Dile que es un chocho baboso".

En ese preciso momento, La Loca, Leididí y el cantante aparecieron por una esquina. Le comuniqué a Leididí: "Dice tu ex que eres un chocho baboso".

Subimos al hotel, una habitación fea y fashion sin minibar. Habíamos comprado latas de cervesabier a los moros de Tallers, y me tiré por la ventana para apaciguar ese amor imposible que de pronto me había asaltado. La felicidad al descubrir que el hombre de tu vida existe se convierte en un dolor insoportable cuando comprendes que no formará parte de ella.

Me tiré por la ventana de la habitación del hotel. La ventana estaba a medio metro del suelo.

Caminé descalza sobre unas piedras blancas que hay en un especie de patio de luces sin luz.

Luego volví al cuarto, habitación 104. Me tumbé en la cama. La Loca entonaba ya los éxitos del cantante y él, mientras tanto, tocaba la guitarra.

"No desayunaré para que podáis desayunar vosotras", me ha dicho él esta mañana. Total, la habitación está pagada. Se ha duchado y se ha ido a Zaragoza. Serían las siete y media. La Loca dormía al otro extremo de la cama. Ni idea de dónde se metió Leididí.

Una hora más tarde, La Loca y yo hemos bajado a desayunar. El bar era tan feo y tan fashion como la habitación. Ella se ha acercado allí donde están las frutas y, antes de coger una pera, se ha topado con uno de los músicos del cantante. Se han saludado, y luego él se ha dado la vuelta disimuladamente, para corroborar algo que total ya sospechaba. Pero no.

Me ha visto a mí.

Seguramente ahora creerá algo que en realidad no ha ocurrido. Pero qué más da. Para qué joderle la leyenda.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Atascada

Los fontaneros han venido a desatascar las tuberías. No es una metáfora. Los oigo a mis espaldas, dicen "vaya mierda de vida". Y su muelle, o su cable, o lo que sea, arranca cosas que no deberían estar ahí.

Pelo de japonesa de película de terror, y también uno de esos calcetines desparejados que ya dábamos por perdidos para siempre y, un momento, "¿por qué hay comida en tus tuberías del cuarto de baño?", preguntan. Y yo los miro con ojos de pez, no tengo ni puta idea. Intento recordar si comí spaghetti en la bañera alguna vez.

De vez en cuando, dejan correr el agua. Y parece que todo va bien. Pero entonces, mi casa regurgita o eructa, y lo saca todo como un niño pequeño o un borracho. Una pasta amarilla y asquerosa. "Al tubo le falta aire", dice el fontanero. Pienso que mi casa tiene problemas digestivos, ¿tal vez una úlcera? La pobre. Intenta respirar y tragar al mismo tiempo, y de repente tose, escupe, vomita.

"Nunca más detergente en polvo, ¿me entiende, señora?". El fontanero dice que el detergente en polvo es veneno. Se convierte en pegamento. Envía a su compañero, gordo como él, a comprar salfumán; él, mientras tanto, vuelve a meter el muelle por el agujero. Saca mi alma y exclama: "Pero, ¿qué hace esto aquí?".

Se me coló hace tanto tiempo por el desagüe de la bañera, que ya no recordaba la pinta que tenía. Mi alma está arrugada, hecha un guiñapo, impregnada de esa pasta amarilla y asquerosa en la que se convierte el detergente en polvo.

Ahora cómo me pongo esto. No puedo lavarla, puesto que no puedo utilizar la lavadora, ya que las tuberías están atascadas. Bueno, me digo, he vivido muy bien sin ella hasta ahora. Pero el fontanero me mira con cierto desprecio, cómo voy a abandonar mi alma así, ahora que él la ha encontrado.

Sonrío tímidamente, y la guardo en la mano igual que si fuera el trapo sucio que en realidad es; comento que luego me la pondré. El fontanero sigue con suspicacia todos mis gestos, acercarme a la mesa de centro, dejarla ahí encima. Mi alma da pena.

Vuelvo al ordenador mientras él sigue arrancando cosas de mis tuberías. Mi casa se queja. El fontanero repite: "Mierda de vida". Y añade: "Yo no lo entiendo". Rechaza la cerveza que le ofrezco.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Cita a ciegas

No me quedó claro por qué quería entrevistarme, pero accedí. Las últimas palabras de su último e-mail, en el que acordamos el lugar donde quedaríamos (una parada de autobús), decían: "Supongo que no tendremos ningún problema en encontrarnos, me reconocerás fácilmente por el bastón; soy ciego".

Mientras le esperaba en Ronda Universitat, repasé todas aquellas expresiones que era mejor no utilizar: "¡A ver!", "Veamos", "¿Ves?", "Mira a ver si puedes...", "Ya nos veremos". Fui a buscarlo a la puerta, le ayudé a bajar la escalerilla, lo aparté de la gente, preguntó: "¿Puedo agarrarte del codo?", y nos fuimos a tomar unas cervezas.

Huelga decir que pillamos un ciego de la hostia.

Se sirve con cuidado, no sabe inclinar el vaso para que no se le llene de espuma; en cambio, sí sabe sonreír. Sonríe todo el rato. Pero no como una mueca, sino porque está contento. Yo miraba su sonrisa y le preguntaba: ¿cómo sabes sonreír, si nunca has visto una sonrisa? Y él la ensanchaba todavía más.

Fue un adelantado, nació a los seis meses y medio, y nadie sabe si la incubadora le quemó las retinas o de todos modos hubiera sido así. Tiene un agujero en la cabeza donde no le crece pelo, y la frente abultada y los ojos hundidos. Pero, es curioso, tiene una forma de la cara muy bella, nariz y boca perfectas y sus ojos, aunque perdidos, son verdeazules, muy bonitos.

Él no sabe qué es el verdeazul.

A veces va a esquiar y tiene un monitor que primero le indicaba desde atrás y ahora lo hace desde delante. De ahí, creo, viene la confianza ciega. Y claro, no sabe qué es el vértigo, ni siquiera una montaña. Ignora la distancia que se abre bajo sus pies en el telesilla.

También ignora qué es el rojo, y aunque sabe que la hierba es verde, no puede hacerse a la idea.

Me preguntó: "¿Verdad que eres morena?". Contesté: "Pues no, ¿qué te hace pensar eso?". Su respuesta: "Que te rías tanto, todo el rato; casi todos los morenos que conozco se ríen mucho".

Le conté que una vez vi a un ciego en el metro, serían las ocho de la mañana, y en su camisa tenía un lamparón. Pensé que menuda putada, que nadie le diría a ese ciego que llevaba una mancha en la camisa, y por culpa de eso la llevaría todo el día.

A él no le gusta ensuciarse, va con mucho cuidado. Pero en realidad, no sabe lo que es un lamparón. De hecho, le cayó un poco de cerveza en el polo a rayas, y le tranquilicé, que la cerveza se va y no se ve.

Tiene un pésimo sentido de la orientación. Es incapaz de salir del bar y llegar a la terraza donde estaba sentado, porque le da por encaminarse a la izquierda o la derecha, cuando la mesa está a sólo tres pasos al frente.

Un día, su madre le comentó: "Mira, un cegato". Y él: "Quieres decir otro".

Quiere ser locutor de radio y le gusta leer. Tiene un scanner que traduce los libros a Braille.

Tuvo una novia en Granada, cada día hablaban dos horas, y así estuvieron dos años. Hasta que por fin se vieron. O no. El amor no es tan ciego como dicen.

Nos encontramos a dos amigas mías que debieron ir a clase con él; estuve a punto de preguntarle: "¿No coincidísteis en la Universidad?".

Volví a acompañarle al autobús, casi tan desorientada como él; no notó que hacíamos eses. Estuve mirándole mientras se sentaba, el autobús arrancaba.

Él no.

jueves, 4 de septiembre de 2008