La gata se comía a sus hijos. Empezaba por las orejas, y estaba triste. Tenía que comérselos porque no tenía con qué alimentarlos. Me lo contaba entre maullidos y he pensado en la lógica de los gatos y en la cantidad de veces que uno sueña con ellos. Empezaba por las orejas.
Una vez, tendría unos 12 años, fui a visitar a una amiga cuyo apellido era Poyatos. Nos reíamos de ella por su apellido, claro. También porque fue la primera a la que le salieron tetas, unas tetas enormes. Algunas niñas le tenían envidia, por eso se reían de ella; otras le tenían miedo, porque esas tetas representaban el preludio incómodo de lo que nos pasaría a todas después.
Evidentemente, Poyatos fue la primera en tener la regla. Un compañero de clase, un bestia, se llamaba David, le cantaba: "Comprecha comprechina, no las compre que es cochina".
Poyatos lo tenía chungo, con esa regla precoz y esas tetas tan grandes. Además le gustaban los animales; tenía una tórtola y un gato. Un siamés, creo. Besaba a la tórtola en la cabecita, pero no recuerdo qué nombre le puso. Tampoco al gato siamés. Sí, lo era, era siamés seguro. Sin rabo.
Luego, con los años, todas tuvimos más o menos tetas, y más o menos la regla. Recuerdo que ella fue quien me dijo que los Reyes Magos no existían, y recuerdo que luego fui yo quien le preguntó cómo coño se ponía una fina y segura; porque fina lo soy un rato, pero segura, depende del día.
Pero eso, que pasado un tiempo, ni las tetas ni la regla eran elementos tan extraordinarios, y poco a poco fuimos acostumbrándonos al apellido de Poyatos. De modo que ya nadie le cantaba lo de "comprecha comprechina", y ella empezó a pasar de los animales y se hizo punkarra y se vistió toda de negro, y a los 17 ya se le habían caído las tetas al suelo.
Sin embargo, antes ocurrió algo. Tendríamos unos 12 años, y yo iba a visitarla al hospital porque ella acababa de ser mamá. Recuerdo el olor aséptico del desinfectante, la imagen de aquella virgen en las paredes solicitando silencio, los fluorescentes en el techo y, en el suelo, esas baldosas como de piedras rotas, partidas por la mitad. Recuerdo que pensé que los hospitales te despojan de los sentidos, no ves nada más que el blanco, no se oye nada, no hueles más que a medicamento, no hay tacto. Te despojan de los sentidos para que te acostumbres a la muerte.
Poyatos estaba en la habitación 117, no sé por qué había ido a verla, no éramos amigas, no nos conocíamos tanto. Hola, le dije. Y ella estaba tumbada en la cama, cansada y contenta. "¿Quieres verlos?", preguntó. Pensé que eran gemelos.
Lo fuerte no es que lo recuerde, sino que lo haga como si hubiera ocurrido ayer. Me acerco a la cuna, me asomo y, dentro, hay gatos. Decenas de gatos. Que se mueven como ratas y que comen algo.
Odio hablar de los sueños, odio que alguien me hable de sus sueños. Pero es curioso cómo los gatos aparecen en ellos sin venir a cuento. Durante uno de esos días sin día que estaba en casa, leí en el diario de un escritor que él también había soñado con gatos. Gatos decapitados en un tejado. El tejado de un pueblo al que el escritor solía subirse los veranos para observar la luna, y provocar las risas de sus paisanos que, como paisanos fuimos nosotros de Poyatos, no entenderían qué hacía allí, por delante, por encima.
Por delante, por la delantera, claro; en el caso de ella. A mí me llamaron La gata sobre el tajado, porque gata, en mallorquín, es borracha. El tajado es el que se pilla una taja en Mallorca y donde sea.
La gata se comía a sus hijos, empezaba por las orejas. Por vergüenza y por pudor, antes los escondía en mi bolso. Yo olvidaba que estaba allí, en mi bolso, devorándolos, y me colgaba el bolso del hombro, y luego, de repente, recordaba que dentro, mientras yo salía a la calle, tenía lugar el horror.
El horror colgado del hombro, junto a la cartera con la T-10 del metro.
Me ha despertado el dolor. Acababa de venirme la regla y he ido corriendo al baño mientras cantaba para mí: "Comprecha comprechina, no las compre que...".
El dolor nos saca de quicio. La máquina perfecta es el hombre, no la mujer. El dolor anula cualquier sentimiento, como en un hospital, cualquier capacidad para pensar en nada que no sea la pura impaciencia. Impaciencia para que se nos pase el puto dolor de los cojones (de los ovarios, mejor), hostia. El único defecto del hombre es que se perdió el capítulo de Barrio Sésamo en el que enseñaban la diferencia entre "dentro" y "fuera"; y no dan ni una, ni en la taza del váter, ni en la entrepierna.
He ido a comer con una amiga a la que hacía tiempo que no veía. Me ha invitado a un japonés. Ha recibido un mensaje en el móvil. "Es de una persona interesada en un gatito que encontré el otro día", ha dicho, "se me coló en el patio, pero no puedo quedármelo, porque ya tengo seis".
Luego he subido un momento a su casa. He visto a los seis gatos capados y al gatito. He estado a punto de quedármelo. Pero luego me ha invadido el miedo, mucho miedo. Y he salido corriendo, tapándome las orejas.
Contrariados
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A nuestro cerebro le molesta que le lleven la contraria, por la pura pereza
de repensar nuevamente.
Hace 47 minutos