domingo, 27 de abril de 2008

Siempre volverán





Un pájaro se cuela por el extractor. Cada primavera lo mismo. Los hay que se cuelan de noche, casi sin que me dé cuenta, y lo hacen por la puerta, y en mi colchón hacen su nido. Pero los vencejos son distintos. Van detrás de una mosca, y se caen por un pozo hasta mi cocina, y tienen las alas grandes, las patas cortas. Miro la tele o leo, y me levanto alertada por el ruido. Llevo una silla Ikea hasta la cocina, me subo a ella, abro el ventanuco que hay justo encima del horno. Los venzejos me miran con esos ojos de vencejo y son tan tontos que intentan retomar el vuelo, y es inútil.


Todo esto no es una metáfora.


Les pregunto: ¿y tú cómo te llamas? Y todos responden: apus apus. Tienen miedo. Me pongo unos guantes de látex y vuelvo al libro o a la tele y espero.


Sé que es primavera porque fuera puedes oír cómo chillan, y hubo un tiempo en el que no sabía distinguir un vencejo de una golondrina. También sé que es primavera por el modo en el que caen blandamente dentro, esta vez justo encima del escurridor de los platos, las alas enormes y torcidas entre los vasos y un sopero y el cazo donde caliento la leche.


Regreso a la cocina con los guantes de látex puestos, y ya sé lo que hay que hacer. Esto es lo que he aprendido en estas siete primaveras. La primera vez no entendía por qué el bicho no volaba, pensé que estaba enfermo, o que se había roto algo, y lo metí en una caja, y ahí lo tuve un par de días, dándole de comer pan con leche, preguntándome si llevarlo al veterinario o qué.


Por lo visto los vencejos caen en otras cocinas, aparte de la mía, y alguien me contó una fábula en la que el ingeniero de animales se quedó sin materia prima para hacer pájaros; es decir, se quedó sin patas, porque había puesto doble o triple ración a los flamencos. Y bueno, pensé que por un lado debe de ser cojonudo no tener que tocar con los pies en el suelo; pero por otro, resulta muy distinto no poder hacerlo sin riesgo a morir.


Los vencejos siempre necesitan el vacío bajo sus pies.


Así que hay un modo de salvarlos, y es el que utilizo casi religiosamente todos los años. Agarro al pájaro entre los platos, y lo llevo hasta la ventana de la sala. Abro las manos y lo impulso fuerte hacia los edificios en obras, la casa del señor Fregono, la uralita del garaje que hay al otro lado del patio.


El vencejo vuela sobre la ropa tendida y la pista de baloncesto que los padres en una planta baja han montado a su hijo, se inclina hacia la izquierda y desaparece tras unos geranios.


Cada primavera, desde hace siete, me pasa lo mismo. Y siempre tengo la impresión de que ha ocurrido algo extraordinario.

martes, 22 de abril de 2008

El hombre de mi sueño

Hoy he tenido un sueño muy bonito y a la vez muy triste.

En el sueño aparecía Roberto Bolaño; supongo que éramos dos detectives salvajes buscando algo o a alguien. Sé que éramos felices, que hacíamos algo juntos en algún lugar inconcreto y que, de repente, me daba cuenta de que era bastante más guapo de lo que yo lo recordaba.

"Vaya", pensaba yo en el sueño, "sí que hacía tiempo que no nos veíamos; tanto tiempo hacía, que hemos retrocedido hasta el pasado, cuando él era joven y guapo".

Y él, que siempre ha tenido ese don para saber lo que estoy pensando, ha exclamado: "¡No querrás que el hombre de tus sueños sea feo!". Nos hemos reído y hemos continuado caminando, su brazo sobre mis hombros, por aquel lugar que podría ser un desierto de Sonora, pero también unas dunas cerca de la playa.

Le he preguntado por qué ya no nos veíamos nunca y, mientras lo hacía, he recordado que, en Sevilla, le prometí que seguiría sus pasos. También me ha venido a la cabeza una comparación que hizo un amigo, hace unos días, entre mis piernas y las piernas de Montserrat Roig. Tendría que seguir los pasos de Bolaño con esas piernas.

Montserrat Roig era una periodista y escritora que murió a los 45 años.

Bolaño murió con 50.

Entonces he visto que Bolaño lloraba. No le pega nada. Tenía los ojos empañados y la cara mojada. He recordado que los sueños son el lenguaje de los muertos. Y he sabido que, cuando despertara, a diferencia del dinosaurio, Bolaño ya no estaría allí.

Nos hemos abrazado muy fuerte, muy fuerte, y quien se ha puesto a llorar he sido yo, que le suplicaba: "No te vayas, no te vayas".

Luego me he despertado, claro.

También yo tenía la cara empapada, un nudo en la garganta. Y mis propios brazos rodeándome la cintura en un abrazo solitario.

viernes, 18 de abril de 2008

Y ya

Al ©

Era un juego. De Tente y de mente. O: demente, detente.

Un juego de construcciones, en fin, y también: sobre la deconstrucción de la memoria como un plato de Ferran Adrià. Essence de pomme de terre.

Me explico: desde el post "Mario y Julio" he intentado reconstruir toda una historia a partir de elementos que sirvieran de hilo conductor; algo así como una madalena de Proust aleatoria. De los peces que veíamos por la tele, a los peces que se comieron un macarrón en el piso que compartí con Yoyó, amiga con quien el otro día intenté olvidar una proyección de videoarte tomándome unas cervezas y recordando, sin acordarme, de la noche que estuvimos en un andamio leyendo a Calvin y Hobbes y por el que, en efecto, acabó trepando otro Calvin, aunque fuera otro andamio y fuera sin Hobbes.

Lo bueno de la memoria es que puedes empezar por donde quieras, porque te va llevando de un sitio a otro. Y la mía era reduccionista, Comotú y Comoyó, Tutú y Yoyó, Tú y Yo. Y ya. Es el andamio al descubierto con el que se estructura la propia vida, o una parte de ella. El resultado es infinito.

Como esta explicación es un coñazo, paso a relatar lo que verdaderamente importa, y le dedico el resultado (salga como salga) a Martin. Él también ha visto como un completo desconocido ha tomado el dominio de su existencia, y se ha quedado más a cuadros que nunca.

La cuestión es que, la noche antes de irme a vivir a París, celebré una fiesta de despedida en casa. No me di cuenta hasta que llegó el tercero de ellos, pero de repente fui consciente de que, entre los invitados, había varios de mis examantes y se iban acumulando.

Estaba un jefe sin moral que había tenido y también un subordinado suyo con quien me acostaba a sus espaldas; estaba el hippy amigo de una amiga y también un barman. Hacía un montón de tiempo que no los veía, y por eso no había ninguna tensión. Pero supe desde el principio que harían puntos para quedarse hasta ser los últimos y poder pasar conmigo la última madrugada

De repente llegó Mario. Habían pasado quizá tres, tal vez cuatro años. Nos abrazamos muy fuerte; estaba más ancho, incluso diría que un poco calvo. Calvin, incluso. Eh, cómo estás, qué es de tu vida, qué fuerte. Y esa sonrisa, joder, que es imposible arrancarse de la cara.

Entonces me dijo: mira. Y se levantó la camiseta.

Tenía mi sol tatuado alrededor del ombligo.

El sol que pinté en la pared de su cuarto una mañana. Un sol en espiral. El único cura de mi instituto siempre decía que la espiral es el desarrollo, es el infinito.

Yo no dibujaba soles en espiral por eso. Pero ahí estaba Mario, con el sol tatuado en la barriga que había puesto. Y el centro de mi sol era su ombligo.

Él no fue quien se quedó a pasar conmigo la madrugada aquella noche. De hecho, nunca más hemos vuelto a vernos. Una vez me llamó para que escuchara una canción que había compuesto al piano por teléfono. Y lo estuve escuchando sin llorar. Y cuando dejó de tocar, colgamos.

El otro día me envió una foto de su hijo de cuatro años por e-mail. ¿Tanto tiempo ha pasado?

Es muy bonito saber que sigues en la memoria de alguien. Y que esa memoria se encuentra en la piel justo donde está su ombligo.

miércoles, 16 de abril de 2008

Tú y Yo

Entoces oí aquellos golpes en la ventana.

Vivía en un quinto piso, justo encima del mercado de la Libertad. A veces me entretenía viendo cómo, en el tejado del mercado, las gaviotas destripaban a las palomas dejando sus entrañas rojas esparcidas sobre las tejas, brillando al sol. Luego se las comían también, igual que si fueran serpientes.

No podía oír aquellos golpes en la ventana. Era raro, era de madrugada. Ahora, aquí donde vivo, hubiera pensado que se trataba de Satán, que venía a visitarme. Hace veinte años hubiera creído que quien me hacía una visita era Peter Pan.

Pero estamos hablando de hace unos siete, quizás ocho años. Mi ventana estaba en un quinto piso y a esas horas (o a otras cualquiera), ¿quién podría golpearla?

Miré desde la cama a través de los visillos, y ahí estaba aquella sombra. Duermo en bragas y camiseta y, no sé por qué, no se me ocurrió ponerme nada más. Supongo que interpreté que todo aquello era un sueño.

Debí soñarte, me dijo un cursi una vez.

Me acerqué hasta la ventana, corrí el visillo, y ahí estabas tú. Casi me desmayo, quién coño eres, qué haces aquí. El corazón me saltó de la boca al suelo y se fue corriendo hasta el baño; se encerró con el pestillo y ya no salió.

"Hola", dijiste, "he subido por el andamio". Y tenías una sonrisa que no asustaba.

¿Por qué coño golpeaste mi ventana y no la de la vieja de abajo, aquella que tenía el pelo lila y que siempre olía a alcanfor? ¿Por qué no entraste en el tercero, donde estaba esa pareja de gays que jugaba con la Play todas las noches sin rendirse hasta el game over? ¿Por qué yo?

Te pregunté: ¿cómo te llamas? Es la pregunta recurrente cuando no sabes qué decir. También podría haberte preguntado por el tiempo, pero era de noche, no hacía sol. Ni llovía.

Yo estuve sentada en un andamio bajo la lluvia una vez, cerca de una farola, leyendo a Calvin y Hobbes.

Contestaste: "Me llamo Calvin".

Dije: "no me lo creo, no puede ser". Por eso decidí llamarte, simplemente, Tú. O por eso simplemente decidí llamarte.

Eh, Tú, ¿quieres una cerveza?

Me senté a tu lado en el andamio, en bragas y camiseta, y nos pasamos la noche hablando de La Bola de Cristal. Cuánto daño nos ha hecho esa serie, decías. Y yo: no estaba hecha para nosotros, sino para los chungos que llegaban a casa los sábados a las diez de la mañana, pasadísimos de tripis, de speed, y de alcohol.

Y ahí está ese video en el que Alaska se levanta para abrir la puerta a sus colegas colgados, que llegan con botellas y brindan y beben y se ponen hasta el culo mientras suena: "qué tendrá esta bola que a todo el mundo le mola". Y ahora ya sabemos lo que tiene.

Dijiste: Viva la economía, viva la Guerra Fría. Por Orticón, Saticón y Vidicón ¡Nadie sabe como detener la inflación!

Respondí: Me importa un voltio.

Insististe: ¡Viva la basura! ¡Abajo la humanidad futura!

Te secundé: Qué mala, pero qué mala soy.

E imagino que después nos besamos mientras llegaban los primeros camiones repletos de tomates y de pescado y, detrás de ellos, salía el sol.

Es curioso cómo, a media mañana, trepaba desde la paradita el olor de las olivas hasta mi nariz.

No volvimos a vernos. Pero aquella noche vuelve a ser nuestra cada vez que trepo por un andamio. Porque me digo que, tal vez, allá arriba, me estarás esperando.

Poco me importa que nunca estés.

jueves, 10 de abril de 2008

Yoyó y Tutú

Yoyó me llama Tutú. Es un nombre cursi, como de bailarina del Lago de los cisnes, y nos pone en una situación paradójica, porque le digo: "Yo te llamo Yoyó y soy tu tú".

Ser el tú de alguien parece complicado, pero es muy sencillo: todos somos el tú de nuestro interlocutor. Lo realmente difícil es ser el yo de nuestro interlocutor, siempre y cuando nuestro interlocutor no seamos nosotros mismos. Porque imagínate que estás hablando con alguien, y te das cuenta de que es Yo, es decir: Tú. Bueno, que es un lío impresionante, pero Yoyó y yo (a quien ella llama Tutú) lo llevamos bien.

La cuestión es que nos pusimos a recordar viejos tiempos, en un bar de la rambla del Raval, y ella tiene bastante mejor memoria que yo. También tiene algo que encandila a todos los hombres que pasan por su lado, incluso al camarero. Creo que se trata de una feminidad infinita, una paz en la mirada, una sonrisa alegre... su presencia es brutal.

De repente me preguntó: "¿Tú te acuerdas de aquella noche que nos subimos al andamio?".
Le contesté: "Sí, nos sentamos a leer un cómic de Calvin y Hobbes, y llovía".
Ella continuó: "¿Por qué estábamos tristes?".
Yo dije: "El cómic nos lo prestó Mario".
Y ella: "Pero, ¿recuerdas que estábamos muy tristes y trascendentales?".
Y yo: "Sí".
Yoyó: "¿Por qué crees que sería?".
Tutú: "No lo sé".

Subimos al andamio porque de noche es fácil subirse a los andamios, y nos sentamos a la altura de la farola para tener luz y poder leer el cómic de Calvin y Hobbes. Llovía, y sé que reíamos con las tiras cómicas, pero también sé que estábamos tristes aunque no recuerdo por qué.

Es curioso. Cuando Yoyó y yo nos despedimos, sentimos que con esa separación se sellaba para siempre una incógnita.

lunes, 7 de abril de 2008

La pelusa

Ayer fui con mi amiga Yoyó al CCCB, creo que a ver una cosa de videoarte.

Hacía un montón de tiempo que Yoyó y yo no nos veíamos; Yoyó era una de mis compañeras de piso, en aquel piso de Gràcia con muebles recuperados de la calle.

De repente, en la pantalla del auditorio del CCCB, salía una señora en blanco y negro que iba cogiendo utensilios de cocina, los enseñaba a cámara, fingía que los utilizaba y pronunciaba sus nombres en voz alta, en inglés. Sólo entendí "fork" y "spoon". Y descubrí que existen unos prensadores para hacer hamburguesas bastante prácticos; justo el día que se hacen públicos dos casos de loqueseaespongiforme en Castilla y León.

Luego salían unos pies descalzos, y unos pies con zapatos de mujer, y los pies descalzos y los pies con zapatos de mujer subían y bajaban escaleras, y se superponían, y una tipa hortera entraba y salía de una puerta, y luego volvían a aparecer los pies descalzos y los pies con zapatos de tacón medio, y luego unos pies con las uñas pintadas de rojo.

Y ahí empecé a odiar un poco a mi amiga Yoyó.

De repente, una tía, también en blanco y negro pero desnuda, le cortaba la cabeza a una gallina, y agarraba a la gallina sin cabeza por las patas, y la gallina aleteaba como una loca, y lo dejaba todo perdido de sangre que le caía del cuello sin cabeza, y la tía ésa, desnuda en blanco y negro, se quedaba agarrando a la gallina hasta que dejaba de moverse.

Acto seguido, aparecía un trozo de césped, y te pasabas como nosécuántotiempo mirando ese trozo de césped, césped, césped y más césped y entonces, espera un momento, entonces el césped se movía un poco hacia arriba, como si fuera una oruga o un pulmón, mira, mira, lo ha vuelto a hacer. Y cuando ya llevabas nosécuántosmillonesdeminutos viendo ese trozo de césped arriba y abajo y arriba y abajo, te dabas cuenta de que cada vez iba más despacio, más despacio, hasta que se detenía.

Entonces mi amiga Yoyó dijo: "Se ha muerto".
Y yo contesté: "Como la gallina".
Y fuimos las únicas en toda la sala que nos partimos de risa.

Llegó el momento más tenso de toda la película. Había algo así como un cuerpo amortajado, todo de negro, y el cuerpo tenía una vela a la altura del pecho. Por lo visto, la idea era que te pasaras nosécuántosmillonesdehoras viendo esa vela que subía y que bajaba, que subía y que bajaba, rollo ritmo de la respiración.

Pero entonces, en la parte superior de la pantalla, apareció la típica pelusa ésa que cuelga en las cintas de mala calidad. No tengo ni idea de por qué a veces están ahí, ni cómo se producen, ni cómo se cuelan en el film, ni si tienen un nombre técnico. Y, la verdad, tampoco me importa.

Lo fascinante es que nos pasamos un montón de rato mirando esa pelusa, que se movía como si fuera un ente vivo, algo así como un bicho, una mosca o un ácaro. Eso, claro, en caso de que nos pasáramos media vida observando a las moscas o a los ácaros. Y a veces daba la impresión de que iba a salir del cuadro, pero no. Y esa angustia porque desapareciera y nos dejara a solas con aquel cuerpo amortajado y la vela encima, arriba y abajo, provocaba una tensión insoportable.

Luego pusieron un corto de lesbianas que se follaban al botones de un hostal de carretera, y una cosa muy rara de un violín estridente que distorsionaba la imagen y era una puta mierda.

No sé cómo aguantamos hasta el final.

Al salir de la sala, nos dimos cuenta de que estaba llena, lo cual me hizo pensar que Barcelona es un nido de tarados. ¿Quién coño iría a ver algo así?

Yoyó me dijo: "Dime que me perdonarás antes de que vuelva a invitarte al cine".

Y bueno, vale, la perdoné. Pero sólo porque después estuvimos recordando viejos tiempos con la ayuda de unas cuantas cervezas. Me contó que acaba de volver de Praga, donde estuvo en un restaurante llamado The Crazy Cow. Olvidamos lo que acabábamos de ver.

viernes, 4 de abril de 2008

Comotú y Comoyó

Mario y Julio me regalaron unos peces en una pecera de verdad. Los peces también eran de verdad, de color naranja, y se llamaban Comotú y Comoyó.

Mis compañeras de piso los colocaron en una estantería que habíamos cogido de la calle y habíamos pintado de azul, junto a un juego de sofás con un estampado horrible que también habíamos recuperado de la calle.

Una noche, hicimos una fiesta típica de estudiantes. Las fiestas típicas de estudiantes se caracterizan por los porros que corren y porque hay mucha cerveza y vino de tetra brik y la música está a toda hostia y de repente a alguien le entra hambre.

Algún hambriento fue a la cocina, abrió la nevera y sólo encontró unos macarrones que habían sobrado del mediodía, fríos, sin sal ni salsa, todavía en el escurridor. El hambriento intentó probarlos, pero evidentemente esos macarrones eran insípidos, y cogió un puñado y se lo lanzó a alguien, y ese alguien le respondió, y hubo una batalla campal de macarrones en la sala de estar.

Uno de los macarrones cayó en la pecera.

Estuvimos riéndonos de Comotú y Comoyó, que daban mordiscos al macarrón.

Luego me asomé al balcón para tomar el aire, o para enrollarme con un tío a escondidas, ya no me acuerdo. Entonces vi a esos dos policías que me miraban desde la calle y me dijeron que ya estaba bien de tanto alboroto, que ya se había hecho de día, y que esas plantas de maría, por favor, que las escondiera un poco.

Efectivamente, estaba a punto de salir el sol.

Si dormí sola o acompañada, no sabría decirlo. Lo que sí sé es que, cuando me leventé, Comotú y Comoyó rozaban con su panza el fondo de la pecera. El macarrón había desaparecido. Y así se quedaron aquellos dos peces, hundidos y quietos, mucho, mucho tiempo.

Dicen que los peces sólo tienen tres segundos de memoria, y que por eso pueden comer siempre, como los caballos y, si comen siempre, les estalla el estómago o lo que tengan y se mueren. Ignoro si los caballos comen tanto porque, igual que los peces, carecen de memoria, o porque son unos golosos. Mis peces, en cualquier caso, no murieron por culpa de aquel macarrón.

Al cabo de unos meses, mis compañeras y yo dejamos el piso. Recuerdo el coñazo de los colchones enrollados, y las cajas con libros, y toda esa mierda que se acumulaba en los cajones y bajo las alfombras, y qué hacemos con esta estantería, devuélvela a la calle, y qué hacemos con esta mesa, está hecha polvo tírala y, mierda, mierda, mierda, qué hacemos con los putos peces.

Las tres tomaríamos un avión unas horas más tarde. Nunca he visto un pez en un avión.

Llamé a Mario y a Julio, estaban de vacaciones. Llamé a un montón de gente, no quedaba nadie.

Tomé una decisión drástica. ¿El váter?, preguntó una de mis compañeras de piso. No tanto.

Cogí a Comotú y Comoyó, y los llevé a la fuente dels Jardinets de Gràcia. Los solté y vi que parecían contentos; allí nunca recordarían el episodio del macarrón.

Ahora sé que tendría que haberlos soltado en la fuente del Ateneu; allí habrían vivido con Raspa, que es mutante y tiene tres ojos. Pero en ese momento no se me ocurrió.

Me fui a vivir a otra ciudad.

Diez meses más tarde, regresé a Barcelona. Estaba buscando piso, y un barrio u otro me daba igual. Me acerqué a Gràcia, supongo que por los viejos tiempos; la nostalgia tira. Llegué als Jardinets. La fuente estaba vacía.

miércoles, 2 de abril de 2008

Mario y Julio

Julio recuerda el modo en que me quité el jersey, la primera vez que nos vimos, y yo recuerdo que a su lado estaba Mario, que tocaba la guitarra, y que los hombres con perilla no me gustaban, y que Mario, aun con perilla, me gustaba bastante.

Vivían a un par de calles de donde vivía yo, en el barrio de Gràcia. Su piso estaba enfrente de un meublé, y un baño comunicaba sus habitaciones; las de ellos, no las del meublé.

Por las noches, nos pasábamos las horas mirando una hoguera que salía por televisión. A veces me quedaba con ellos hasta muy tarde, mientras fumábamos porros, esperando descubrir qué ocurría cuando el fuego de la pantalla se apagaba. Una hora y otra más. Y al final, cuando parecía que sólo iban a quedar las brasas, la película de la hoguera empezaba de nuevo. Corte y reinicio; decepción.

Luego cambiaron el programa y, en lugar del fuego, en la tele aparecían unos peces. El ciclo era más corto que el de la hoguera, y nos aprendimos las trayectorias de los peces de memoria: les pusimos nombres y profesiones. Los peces amarillos eran taxis; los azules, municipales. De vez en cuando teníamos la impresión de que una sombra aparecía y desaparecía sobre la imagen. Intuimos que era el reflejo del cámara en el cristal del acuario.

A veces Julio cogía la grabadora y me entrevistaba. Hacía preguntas como: "Defíneme el amor". Y yo respondía: "Es como una bolsa de plástico transparente llena de agua". Su mes preferido era febrero. El mío era noviembre, porque nunca pasa nada.

Julio contaba anécdotas como si fueran cuentos, con una mano alzada y los ojos puestos en las páginas de un libro, o en nuestros ojos. Mario y yo escuchábamos, y a veces él tocaba la guitarra, y yo, mientras tanto, dibujaba soles en espiral.

La espiral es el desarrollo, es el infinito, es la evolución, decía el único cura de mi instituto. Pero no dibujaba soles con espirales por eso.

Una noche, volvía de una cita que había sido un desastre, cuando un viejo me abordó por la calle. Serían las tres de la madrugada. El viejo interpretó que yo estaba triste, y decidió acompañarme a casa pese a que le exigí que me dejara en paz. La calle estaba vacía, y pasamos por delante del piso de Julio y de Mario.

Le dije al viejo: "Yo vivo aquí con mi marido". Respondió el viejo: "No me lo creo". Llamé al portero automático, y contestó Mario. Le dije a Mario: "Hola, cariño". Estuvo rápido: "Mi amor, ya era hora". Y abrió.

No fue la primera vez que dormíamos juntos, pero esa noche nuestras caras estuvieron muy cerca, también nuestros cuerpos; tanto como pudieron. Luego fui al cuarto de baño, y me encontré a Julio, que había entrado por la puerta de su habitación y estaba meando. Nos reímos.

A la mañana siguiente, mientras Mario dormía, dibujé un enorme sol en espiral con una tiza amarilla en la pared de su cuarto; los rayos del sol eran naranjas. Entonces me di cuenta de que Mario y Julio tienen nombres estivales.

Espirales también.

Cogí mis cosas y me fui.