Tendría unos tres años, y mi padre me dejaba probar su cerveza directamente de la lata. Recuerdo la mesa blanca de la cocina, el carrusel deportivo en la radio, y a mi hermano en esa sillita alta que una vez derrumbé de un empujón, él sentado, y casi lo desnuqué. La cerveza me hacía cosquillas en la nariz, pero luego la olvidé, como los orgasmos y a la mayoría de los hombres graciosos y, en fin, como se olvida todo aquello que tambié hace cosquillas.
Pongamos que se me dobló la vida, o lo que doblé entonces fue la edad. Seis años y estoy en el Parque del Conde Orgaz. Mi tía Sardina me lleva a casa de Madame Lunette. Madame Lunette se llama así porque lleva gafas y habla francés. Tiene un jardín y una escalera que en mi memoria resulta hortera, aunque el término, para mí, entonces no existiera. Una niña de seis años sabe si algo es bonito o feo, nada más. En el recuerdo, me parece haber pensado que esa escalera blanca me gustaba, pero también pensé que no tendría que gustarme. Por eso creo que era hortera. Siempre he tenido muy presente lo que es de mal gusto, me lo inculcaron así.
Odiaba las visitas, pero sabía comportarme. Me habían educado para ser absolutamente perfecta, diplomática, educada y discreta, amable pero recatada. Un montón de adjetivos que luego nunca necesité llevar a la práctica, porque de repente fuimos pobres, y las buenas formas del bon vivant dieron paso a la supervivencia de mala manera.
Madame Lunette preguntó qué quería beber y respondí que agua. Se escandalizó. En aquella época, cuando alguien me preguntaba qué quería beber, siempre contestaba que agua. Todo el mundo se escandalizaba. Me dio un Trinaranjus que no acabé.
Entonces se sirvió esa cosa ámbar que molaba. Bueno, no molaba, porque yo aún no conocía el concepto, pero recuerdo esa espuma blanca, que parecía que iba a salirse del vaso, y llegaba al borde, y cuando estaba segura de que iba a derramarse, no se derramaba. También recuerdo que flipé bastante, aunque tampoco conocía el significado de "flipar".
Mi tía Sardina y Madame Lunette me miraron divertidas, y sirvieron otro vaso. Se repitió el proceso: la espuma subía y subía, y se detenía justo en el borde, en el límite preciso, sin pasarse.
Alguien comentó que mis ojos son del color de la cerveza.
Alguien volvió a decirlo ocho años más tarde. Era catequista, llevaba un gorro azul y una bufanda, y me enamoré de él. Me llevó a Lórien, donde están todas las cervezas del mundo. Pero entonces la cerveza no me gustaba, y pedí un Trinaranjus porque me dio vergüenza pedir agua.
Cuántas veces me habré enamorado desde entonces, y me habré tomado cuántas cañas frescas y amargas. Ahora, mientras escribo esto, llevo gafas. Y si lo escribo es porque, al servirme, al contrario que Madame Lunette, he derramado la cerveza.