jueves, 28 de febrero de 2008

Madame Lunette



Tendría unos tres años, y mi padre me dejaba probar su cerveza directamente de la lata. Recuerdo la mesa blanca de la cocina, el carrusel deportivo en la radio, y a mi hermano en esa sillita alta que una vez derrumbé de un empujón, él sentado, y casi lo desnuqué. La cerveza me hacía cosquillas en la nariz, pero luego la olvidé, como los orgasmos y a la mayoría de los hombres graciosos y, en fin, como se olvida todo aquello que tambié hace cosquillas.

Pongamos que se me dobló la vida, o lo que doblé entonces fue la edad. Seis años y estoy en el Parque del Conde Orgaz. Mi tía Sardina me lleva a casa de Madame Lunette. Madame Lunette se llama así porque lleva gafas y habla francés. Tiene un jardín y una escalera que en mi memoria resulta hortera, aunque el término, para mí, entonces no existiera. Una niña de seis años sabe si algo es bonito o feo, nada más. En el recuerdo, me parece haber pensado que esa escalera blanca me gustaba, pero también pensé que no tendría que gustarme. Por eso creo que era hortera. Siempre he tenido muy presente lo que es de mal gusto, me lo inculcaron así.

Odiaba las visitas, pero sabía comportarme. Me habían educado para ser absolutamente perfecta, diplomática, educada y discreta, amable pero recatada. Un montón de adjetivos que luego nunca necesité llevar a la práctica, porque de repente fuimos pobres, y las buenas formas del bon vivant dieron paso a la supervivencia de mala manera.

Madame Lunette preguntó qué quería beber y respondí que agua. Se escandalizó. En aquella época, cuando alguien me preguntaba qué quería beber, siempre contestaba que agua. Todo el mundo se escandalizaba. Me dio un Trinaranjus que no acabé.

Entonces se sirvió esa cosa ámbar que molaba. Bueno, no molaba, porque yo aún no conocía el concepto, pero recuerdo esa espuma blanca, que parecía que iba a salirse del vaso, y llegaba al borde, y cuando estaba segura de que iba a derramarse, no se derramaba. También recuerdo que flipé bastante, aunque tampoco conocía el significado de "flipar".

Mi tía Sardina y Madame Lunette me miraron divertidas, y sirvieron otro vaso. Se repitió el proceso: la espuma subía y subía, y se detenía justo en el borde, en el límite preciso, sin pasarse.

Alguien comentó que mis ojos son del color de la cerveza.

Alguien volvió a decirlo ocho años más tarde. Era catequista, llevaba un gorro azul y una bufanda, y me enamoré de él. Me llevó a Lórien, donde están todas las cervezas del mundo. Pero entonces la cerveza no me gustaba, y pedí un Trinaranjus porque me dio vergüenza pedir agua.

Cuántas veces me habré enamorado desde entonces, y me habré tomado cuántas cañas frescas y amargas. Ahora, mientras escribo esto, llevo gafas. Y si lo escribo es porque, al servirme, al contrario que Madame Lunette, he derramado la cerveza.

domingo, 24 de febrero de 2008

Dedicatorias de un Miró

Vivía en el piso de enfrente. A veces oíamos cómo se gritaba con sus padres y otras me hacía de canguro. Me enseñó la letra de las canciones de Alaska, "A quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga". La que más me impresionó, lo recuerdo, fue la de "No me arrepiento, volvería a hacerlo...".

Se hizo periodista sin estudios. Se colocaba ante un micrófono y se comía los programas como si fueran quicos (también llamados maíces y maicitos). Muy salada, se hizo amiga de escritores que habían estado en la guerra y de tipos algo así como famosos, siempre con dinero y de buena pasta.

Un día conoció a uno de los nietos de Miró y se casó con él. Existen tres nietos de Miró, y uno tiene síndrome de Down, pero eso no lo diferencia de los otros dos. Mi ex vecina y ex canguro se casó con ese hombre, y tuvieron una hija a la que pusieron mi nombre, y a mi ex vecina la echaron del trabajo, pero no importaba mucho, porque tenía una casa enorme con una piscina y un monigote de los que creaba el artista en el jardín, y un Picasso en el cabezal de la cama.

Y bueno, el otro día, por cuestiones de trabajo, me llevaron a un balcón que daba a la piscina de esa casa. Y desde allí se veía otra casa en la que viví algunas temporadas, justo delante del mar. Bajabas una escalerilla y podías visitar a la familia real a braza. O a crowl. Pero a espalda no, porque entonces no veías a los guardias que te vigilaban desde los barcos y les dabas con la cabeza, y te sangraba el cráneo.

La cuestión, insisto, es que el otro día, por cuestiones de trabajo, conocí a dos de los tres nietos de Miró. Y, el que no es el marido de mi ex vecina, es el ex amante de una amiga. Estuvimos hablando de plumas y de su abuelo (al que, en realidad, ni siquiera conocieron mucho, pero es quien les permite tener monigotes en el jardín y, de hecho, también les permite tener un jardín donde poner los monigotes). Y a mí me parecían un poco raro los dos. Un poco... pues eso, un poco mironianos. Infantiles, garabatos.

Al final, el marido de mi ex vecina nos regaló unos libros, a condición de que fueran con dedicatoria. Los otros periodistas y yo aceptamos a regañadientes. A continuación, transcribo cuatro de esas dedicatorias:

"Para Víctor,
Espistolarios para suplicar un respiro al ente superior inexistente, pero cercano únicamente a través de la masturbación cósmica...
Siempre".

"Para Maribel,
Un acontecimiento transformado en un placer para el que escribe, esperando que anide lo escrito en tu retina...
Siempre".

"Para José Luis,
Palabras que tu ojo raptará para extenuar la verdad yacente en el subconsciente mironiano...
Siempre".

En mi caso, tachó tres veces mi nombre, acabó escribiéndolo mal (y eso que su hija se llama igual) y añadió: "un Miró que te recuerde el legado de un hombre libre. Siempre".

No sé qué pensar.

Mi ex vecina se aburría tanto haciendo de mujer-de-nieta-de, que se metió en política, y es cabeza de lista de un partido de izquierdas. Eso no le quita ni la piscina ni los viajes a París. A quién le importa lo que ella haga, estoy segura de que no se arrepiente.

A mí, ese lugar en el que estuve con su marido y el ex amante de una amiga, que a su vez es el hermano del anterior y nieto de un pintor, y desde donde se veía una casa en la que también viví una temporada, hizo que me sintiera como en el centro de algo. Todo confluía a mi alrededor. Y todo lo que confluía era ciertamente muy estúpido, como esos dos nietos que de pequeños se cayeron en una marmita de pintura. Y así se han quedado, puro burratacho.

La genética genial del surrealismo.

domingo, 17 de febrero de 2008

La morsa vampiro

A los guionistas de mi vida se les ha ido la mano con los tripis, y me ponen cada día en situaciones más surrealistas.

Ayer mismo, por ejemplo, había un tipo haciendo ruidos estridentes en el piso de abajo, me asomé al balcón y grité: "Eh, el de las obras!", porque los sonidos que emitía parecían sacados de una sierra mecánica; quizá estuviera descuartizando a la panadera, no sé.

La cuestión es que era la hora de la siesta, y al verlo por la ventana, lleno de polvo blanco y no de sangre (y el polvo blanco podía ser yeso, pero también harina de la panadera descuartizada), al verlo por la ventana donde se había asomado advertido por mis gritos, le dije: "¿Podrías parar un rato? Me bastaría con media hora. Es que ya me has despertado esta mañana; trabajo por las noches y quiero descansar. Con media hora me bastará".

Contra todo pronóstico, en lugar de subir a cortarme la cabeza, el hombre se detuvo durante hora y media, tiempo que dediqué a tener un sueño extraño bastante comercial. Se trataba de la típica película de terror en la que aparece una casa encantada; con la diferencia de que no era una casa antigua, sino uno de esos chalés nuevos, de urbanización en construcción, que dan bastante más miedo.

Yo era la típica protagonista de esas películas, consciente de lo que me iba a pasar y de lo que me tocaba hacer: primero ver cosas raras, como sombras y niños colgados del techo boca abajo; luego, algún familiar muerto en la bañera. Después tenía que ponerme a chillar, y finalmente, debía salir corriendo.

Eso hice, al final del sueño: salí corriendo a cuatro patas, porque me había convertido en un ser espeluznante, tal vez un zombi, quizás una mujer-perro. Corría a cuatro patas, y a mi alrededor los árboles se habían convertido en personajes de Tim Burton. También yo era alguien extraño, alguien que no acababa de ser yo. Alguien monstruoso que daba miedo, pero que, a la vez, estaba muy, muy asustado. Y que tenía un único cometido: huir.

Me despertó el timbre de la puerta.

Cuando fui a abrir, aún tenía la sensación de ser una especie de Manostijeras, tan peligrosa como desgraciada. En el descansillo, estaba el hombre de los sonidos estridentes, cuyas manos y brazos, en efecto, eran sierras mecánicas.

Dijo: "Quisiera seguir construyendo para destrozar tus pesadillas".
Contesté: "Soy una rompesueños".

Le invité a tomar una cerveza que yo misma tuve que llevarle a la boca. Y me contó que él, de pequeño, había sido un niño lagarto con escamas en la cabeza. Su relato me escamó.

Resulta que era un ser tan raro que lo deportaron al Polo Norte, donde, por lo visto, envían a todos los freaks. Allí está la Fortaleza de la Soledad, por ejemplo, en la que se crió Superman.

Al principio, todo iba bien. Los allí reunidos eran tan peculiares que acabaron por no ser conscientes de su propia diferencia. Es decir: todos eran iguales por ser precisamente distintos. Siempre tenían frío. Hasta allí llegó Raspa, el pez de la biblioteca del Ateneu, que tiene tres ojos y una joroba.

El problema llegó después, con los vampiros, a quienes desterraron en el Polo Norte como a todos los demás. Los vampiros son parásitos, siempre están sedientos. Y las noches, en el Ártico, son muy pero que muy largas.

La diferencia se marcó en el lugar donde la diferencia los hacía iguales, y unos tuvieron que aprender a evitar a los demás. La noche los cegaba a todos: de miedo o de ansia. Oscuridad.

La morsas no pudieron escapar de la huida. Con la de grasa que llevan encima, no bastaban las estacas.

El niño lagarto se insertó sierras mecánicas.

El Polo se caldeó. Estalló una guerra encarnizada y descarnada.

No estoy gorda, no parezco una morsa vampiro. Pero trabajo por las noches. Eso le dije al niño lagarto para que me dejara dormir la siesta. Era mentira, una mentira cuyo objetivo era tan simple como descansar.

Pero el niño lagarto con sierras mecánicas en lugar de brazos lo tiene claro: el trabajo nocturno es una excusa para chupar sangre, vidas, esencias. Intenté convencerle de que se equivocaba conmigo: soy su vecina, pero no su enemiga. "Nunca me he comido a nadie", insistí, aunque los absorba.

Volvió al piso de abajo, desde donde el niño lagarto destroza pesadillas y mi sueño.

Mi vigilia hace de vigía para que no me muerda eso que hay más allá. Y que parece una mala película de serie B en Antena3 los días de resaca.

viernes, 15 de febrero de 2008

Yo

María Ramírez ©


"Hola", dijo, "soy yo".
Pero no era yo; era ella.

domingo, 10 de febrero de 2008

Ésta............................................................Oésta


El día que entré a vivir en mí misma, mi madre, carpintera, se llevó la mano a la oreja, y encontró allí un támpax que total no iba a necesitar. "Mierda", exclamó, "el boli".

Aburrida dentro del líquido amniótico, utilicé el bolígrafo que sin querer me había regalado mi madre para hacerle cosquillas en la barriga. También le hice un graffiti que luego leyeron mis hermanos. Ponía: "Capullos retrasados, yo llegué primero".

Nací negra de tinta, y creyeron que era un calamar. Me trataron como un cefalópodo hasta los tres años, cuando descubrieron que yo era así: tenía los pies en la cabeza, y la cabeza en los pies. Pero no olía.

Entonces hablaba francés, nadie entendía por qué. Yo tampoco lo entendía, ni me entendía a mí misma, ni les entendía. En la guardería empecé a mezclar las cosas, y a utilizar palabras como cacheta, apricote, ascallano, est, ouest y maman (pronunciado mamó).

Un día me cabreé y me colgué del brazo de mi padre, que era muy alto. Y allí me quedé colgada durante unos cuantos meses, como un osito de felpa.

Mi primer trauma infantil fue cuando, ya en época escolar, fuimos a buscar al enano Maligno a la guardería. Él todavía no era maligno, yo ya era una hijadelagrancarpintera. Estábamos mi otro hermano y yo en el coche , y llegó ese hombre. Metió el brazo por la ventanilla, y nos arrancó el bolso de mi madre de las manos. Mi hermano y yo nos pusimos a llorar.

Mi segundo trauma infantil fue un par de días después, cuando, esperando de nuevo a mi madre en el asiento trasero del coche, otro hombre se metió dentro. Entero; al volante. Abrí la puerta y puse un pie en la calle, no fuera que me secuestrara y luego prefiriera la vida con él. Él se dio media vuelta, dijo: "No me conoces? Soy el padre de Auba. Sólo estoy adelantando el coche para poder sacar el mío". Mi madre y ese señor se estuvieron riendo de mí toda la tarde, malditos cabrones.

También dijeron que era muy valiente.

Y luego, el día que me abrí la ceja con la esquina de una puerta, volvieron a comentar eso de que era muy valiente. El hombre era otro padre de alguien; mi madre era la misma. Tuvieron que ponerme puntos, y el hombre exclamó: "Qué valiente es, no ha dicho ni pío". A mí me parecía muy estúpido decir "pío" mientras me ponían puntos. Ese hombre también me parecía muy estúpido.

La mujer que un día le acarició la panza a mi padre, durante un paseo por la playa, y le comentó: "Oh, estás poniendo barriguita, deben de tratarte muy bien", me parecía, asimismo, absolutamente estúpida. Y grité: "Esto se lo voy a decir a maman". Y esa mujer se puso a reír, y mi padre se rió todavía más fuerte, y decidí que no volvería a colgarme de su brazo en la puta vida.

En el colegio, las niñas me parecían unas pijas insoportables que sólo hablaban de ropa. Los niños eran subnormales profundos, pero, al menos, los que no jugaban a fútbol, me dejaban jugar con ellos a baloncesto.

Cuando no jugábamos, uno de mis amigos Javieres y yo dibujábamos cómics en los que un camionero patatero atropellaba gatos y un submarinista salía de las tapas de las alcantarillas; buscaba el Pacífico. Pero el padre de Javier se murió, y él ya no quiso dibujar más.

Luego una profesora lesbiana creyó que yo también lo era, o que era rara, o que estaba loca, o algo, y dedujo que era autista. Mi padre prefirió llamarme "misántropa", que mola más. Queda más... loba.

Entonces fue cuando decidí tirar tabiques, y redistribuirme, pintarme un poco (aunque la cara no), ponerme guapa, ser simpática y eso que llaman normal. Tapé agujeros, que a la gente le inquieta el vacío. Arreglé goteras por donde pudieran colarse sangres, sudores y lágrimas. Incluso instalé calefacción central, para dejar de ser tan fría.

Coloqué estanterías donde ordenar las cosas, levanté persianas y todo quedó a la vista.

Me hice habitable.

Más que nada, para que me dejaran en paz. Si no, estoy segura de que sólo me hubieran visitado para ver si había fantasmas.

Y lo cierto es que, los que se han atrevido a pernoctar dentro de mí, han visto a esos fantasmas. Incluso hay alguno que los ha asustado y los ha sacado a patadas para siempre.

Los que se han limitado a verme desde fuera piensan que no estoy mal. Quizá un poco demasiado cara para sus bolsillos. Aunque, así como están las cosas, quién no lo es. Los hay que alquilan mis habitaciones que dan al mar o a los algarrobos; otros, no se sabe muy bien por qué, han preferido alojarse en el sótano; húmedo, eso sí, pero sólo se quedan un par de días. Hay quien ha calibrado la posibilidad de meterse en una hipoteca. En vano.

No estoy en venta.

Aunque, a veces, alguien me deja abierta.

Luego, de repente, quizá una ráfaga de aire, o un espíritu que no tiene ganas de salir, me cierra de un portazo. Tal vez delante de tus narices. C'est pas ma faute.

Je suis les deux. La de entonces. Y la que construí después.

domingo, 3 de febrero de 2008

Desciende la cifra de muertos por habitante

Ayer fue el día de la marmota. El bicho es como los meteorólogos, que no da ni una, pero no importa: consigue máximos de audiencia y hasta le dedican películas en las que siempre pasa lo mismo, que es una manera de interpretar que nunca pasa nada.

No recuerdo qué hice ayer, ni si hice lo mismo que hace exactamente un año, supongo que no. Hice la marmota, eso sí, y estuve tumbada en el sofá viendo películas raras en las que un adolescente se deja lamer la polla para conseguir dinero, pero luego construye una casa con su padre enfermo terminal, y se enrolla con una chica en la ducha, cuyo novio se folla a su madre (la de la chica), quien, a su vez, se había acostado con el enfermo terminal antes de estar enfermo. Joder, y luego hablan de la huelga de guionistas.

Estuve pensando en mi propio guión, que también es bastante inverosímil. Porque siempre parece que tengan que ocurrir un montón de cosas, pero al final todo viene a ser más o menos lo mismo: mucha cerveza, muchos libros y un trabajo que me obliga a leer y a beber todavía más. Soy una catadora de existencias.

Lo cual me convierte en una promiscua y en una melalcohólica, cierto, pero también en una aventurera cuyo culo no logra mantenerse quieto. De ahí que la vida marmota me parezca una pollez y prefiera la vida de ornitorrinco tuerto con culo perfecto.

En un almuerzo extraño que nos dieron en un balneario, un fotógrafo me dijo: "Pero, ¿cómo te vas a ir a Montreal sin haber pasado antes por Líbano?". ¿Qué hacíamos en un balneario? ¿Por qué estaba comiendo junto a un fotógrafo? Eso es lo de menos; por mucho que meta mano en el origen de las cosas, el psicoanálisis no las resuelve. Sólo confunde todavía más aquello que es real y presente, y que el psicoanálisis se empeña en llamar consecuencia.

Estamos comiendo en un balneario con otros periodistas, he comentado en voz alta que en mayo quiero ir a Montreal, el fotógrafo ha dicho: "Beirut te encantará, ve antes de que estalle la guerra". Y el día que nací, me extirparon la capacidad para tomar decisiones.

Sin alma, sin piel, con el corazón hecho trizas y sin capacidad para decidir, puede que sea vulnerable. Pero también puede que sea libre.

"Me da miedo", contesté yo. Porque eso, es curioso, eso no lo he perdido. El miedo, para la libertad, representa una forma de dominio. Lo camuflan en un llamado "instinto de supervivencia", pero quienes lo hacen conocen el poder que ejerce la muerte en nuestras vidas. Inevitable, quieren hacernos creer que ellos determinan qué harán con ella.

Los religiosos prometen que pueden librarte de la muerte; los terroristas, que son ellos quienes deciden. Todos mienten. Y si no viviéramos siempre pendientes de la muerte y de quien la ejercita y se la trabaja, tal vez podríamos quitarnos el miedo y la culpa de encima.

El otro día me pareció leer el titular: "La cifra de muertes por habitante desciende en Navarra".

Incluso los científicos, acostumbrados a demostrarlo todo, cuando ya no pueden ir más allá, le ponen un par de mayúsculas al tema y lo llaman Más Allá. Hay que creer en algo para seguir adelante. Pero es que yo ni siquiera soy escéptica. Tampoco nihilista. Son palabras demasiado grandilocuentes y me pegan menos que un bolso de la marca Tous.

Ignoro exactamente qué quiero decir. Berlín, Irlanda, Montreal, Beirut, o Gambia en barco con un patrón ciego y un pintor y dos bomberos. De repente se abre una geografía de posibilidades que me hacen sentir todavía más inútil ante por mi incapacidad.

Inválida de decisión, solicito ayuda. Cualquier cosa antes que quedarme aquí, viendo como cada día se convierte en el día de la marmota.